Paso a paso, como subiendo una montaña y en un proceso que implica a toda tu persona, vives la vida y la muerte. En esta pandemia la muerte parece estar más presente que la vida; vivir la muerte de quienes amamos, además de envolvernos de asombro y duelo nos deja apreciar, a través del amor que les dimos y recibimos, el alimento al alma que nos regalaron para seguir andando.
Amucha gente le gusta comparar la vida con la aventura de un viaje a la cima de la montaña, yo soy uno de ellos. Mi infancia la viví en un pequeño pueblo entre pinos, cerros, pequeñas lagunas, madroños y encinos. En mi juventud, aunque viví en la ciudad, acampaba tres veces al año en el corazón de la Sierra Madre Occidental. La montaña y el bosque han sido mis mejores amigos, en sus espacios me sentí y me siento en casa, cobijado, retado, identificado, abrazado y amado.
Les invito a acompañarme a un pequeño viaje a la montaña, imaginen ese espectáculo tan increíble y maravilloso que se nos desvela y es captado por nuestros sentidos, en medio del jadeo de nuestra respiración y la sensación de vida que nos da la tensión de nuestros músculos, conforme avanzamos en nuestra exploración. En este preciso momento vivimos una experiencia de unión con la naturaleza y nos contactamos con algo muy dentro de nosotros que nos llena de amor, contemplación, asombro y reverencia ante la majestuosidad y el misterio de tanta belleza. El viaje hasta lo más alto de la montaña, o a lo más profundo de un cañón, o una caminata al amanecer en el desierto, es una de las vivencias más profundas que se pueden experimentar y que iluminan la experiencia de vida a lo largo de los años.
Lo más valioso de la caminata o “el hiking” como dicen los estadunidenses, no es el reto de alcanzar la cima, sino la experiencia de dejarte envolver por la belleza y el misterio; dejar que el espíritu de “El-Shaddai”[1] bíblico se haga uno con el tuyo y te llene de su amor y energía, para impulsarte a continuar el camino hasta la cima para vivir allí el éxtasis y la plenitud ante lo que tus ojos y tus sentidos interiores contemplan. La montaña llena tu interior de pasión, humildad, unidad y amor.
Así como la montaña te lleva a superar los límites físicos que crees tener, te lleva también a superar tus límites espirituales y afectivos al asumir y abrazar tu fragilidad humana, que supone también la muerte, y a acogerla como parte de la vida. La montaña se sube paso a paso, al igual que hemos de vivir la vida, los trompicones y ansiedades, no harán que lleguemos más rápido, ni mejor; paso a paso. En forma semejante hemos de vivir la pérdida y la muerte, paso a paso, saboreando la vida y el amor de quienes abandonan el capullo de su cuerpo para convertirse en la mariposa que revolotea en nuestras propias vidas.
El impulso del amor
En cierta ocasión, una compañera mi pidió visitar a su madre en el hospital donde estaba, en el final del doloroso proceso del cáncer. La mujer que vi era una mujer fuerte, pero con un gran cansancio, que se encontraba ya en el umbral de la muerte. Platicamos un rato estando presente la hija y su esposo, luego ellos salieron para que la señora y yo pudiéramos confesarla y platicar. Al hablar de su esposo y de sus hijos, se le iluminaba el rostro agotado y sus ojos chispeaban ternura y amor, estaba satisfecha y agradecida por su vida y lo que había vivido. Dejar la vida le costaba solo por la preocupación del dolor y la falta de amparo que su muerte provocaría en ellos, por lo demás estaba lista. Sentí como internamente descansaba y soltaba las últimas amarras. El amor a sus hijos y a su esposo también fue el impulso para soltar la vida que había vivido y disponerse a vivir el misterio que ahora tenía enfrente.
La vida se nos entrega, se nos regala, para gozarla, crear, compartir, saborear, disfrutar. Llegamos a la vida sin identidad, lo que nos da identidad, lo que expresa quienes somos al vivir y quienes somos al morir, es el amor que vamos recibiendo y entregando, que vamos saboreando, compartiendo y agradeciendo. El amor es lo que va construyendo nuestra vida e identidad, el quiénes somos; lo mismo en la muerte, es el amor que hemos recibido y que hemos entregado lo que define quién es quién yace en el lecho mortuorio, pero es justamente ese amor el que le regala una vida nueva y no la obscuridad de la tumba.
Durante mi experiencia en hospitales, siendo novicio jesuita, viví un mes en un hospital para enfermos crónicos en San Juan Teotihuacán, Estado de México. Allí, entre una gran cantidad de enfermos conocí a Carmelo, un hombre al inicio de la madurez de su vida, que tenía más de quince años en el hospital, sin ningún movimiento en su cuerpo, dependiente de todo. Le bañábamos, le alimentábamos, le acostábamos. El Viernes Santo de ese año me pidió que lo llevara a pasear por el jardín, polvoriento y sin vegetación alguna. Mientras iba yo empujando su silla, platicamos de muchas cosas, y entre ellas me dijo:
-Hermano, ¿qué duele más, el dolor del cuerpo o el dolor del alma? – En ese momento pensé ‘no he sufrido verdaderamente”.
-“Carmelo, yo no lo sé” – le contesté.
-El dolor del alma hermano, porque el dolor del cuerpo como quiera lo vivimos, el del alma se clava hondo y nos quita el aire, nos oprime el corazón nos quita la vida.
Con esta frase, este hombre parapléjico me enseñó que el sufrimiento psicológico es más tremendo y agotador que el dolor físico.
“El amor cura y acompaña generando vida, aún en medio del dolor, la enfermedad y el anuncio de la muerte.”
La vida, el verdadero hecho de sentirse vivo, gozando, amando y siendo amado, sufriendo, fracasando, riendo y llorando… es un acto de fe; la muerte será entonces también un salto de fe… por lo que se ha amado, gozado, alcanzando (triunfado)…. Como dice Elizabeth Kubler-Ross, “la vida es un reto, no una tragedia[1]. Para paladear su misterio es necesario sumergirnos en él.
Es posible que alguna vez hayamos visto en alguna película, leído en un libro o incluso visto en la vida real a algunos pacientes psiquiátricos que permanecen en un estado de ausencia, rígidos e inmóviles, mudos y estáticos, pudiendo ser colocados por terceras personas en cualquier postura imaginable y permaneciendo en dicha postura cual muñeco de cera.
Durante mi magisterio[2] tuve el regalo de acompañar a mis alumnos de servicio social en su último año de preparatoria a un hospital psiquiátrico. Muchas experiencias de ese tiempo guardo en el corazón, una de ellas fue la que viví con Mario, un hombre enorme, alto y lo fornido en estado catatónico. Por el estado de rigidez, inmovilidad y mudez Mario permanecía en una forma total de ausencia, aún con la impresionante presencia física de su cuerpo. Dos de mis jóvenes alumnos, Nora y Julio, se pasaban las dos horas del sábado que estábamos con los pacientes, sentados como centinelas de Mario, uno a cada lado, platicándole sin que él respondiera siquiera un pequeño gesto. Confieso que llegué a desconfiar de ellos pensando que estaban allí para evitar a los demás pacientes que podían ser más desagradables, pero me puse a observarlos con más atención y los escuché hablarle a Mario con mucha paciencia y ternura. Al cabo de medio año, una tarde en la que yo estaba justo al lado de Julio, presenciando su plática cariñosa con Mario, de pronto vimos como levantó su cabeza, volteo hacia Julio lo miró con una de las miradas más expresivas y chispeantes que yo he visto en mi vida, le sonrió tiernamente y volvió al mundo en el que estaba sumido. Un par de meses después, Mario jugaba con absoluta torpeza al basquetbol con nosotros. Ante este milagro, uno de los psiquiatras del hospital me dijo: ‘Profesor, sus alumnos les dan a los pacientes una medicina que nosotros no les damos: atención y amor, es esa medicina que ha efectuado el cambio en Mario’. El amor que cura y acompaña generando vida, aún en medio del dolor, la enfermedad y el anuncio de la muerte.
De la muerte a la vida
Hemos sido creados por amor y para el amor, para una vida sencilla y bella, que nos lleve a ser tan felices como nos sea posible, sin dejarnos atrapar por las cosas que deben ayudarnos a alcanzar la plenitud humana y que si nos apegamos a ellas nos esclavizan: “Todos los seres humanos somos creados por Dios para ser felices, amando y siendo amados, creciendo y realizándonos como personas, en el respeto y la complementariedad, a semejanza de la Trinidad Divina” … [EE 23].
En nuestro viaje por la montaña, cada quebrada, cada cima o cada planicie son diferentes, cada una nos presenta una belleza particular, una dificultad distinta, y por lo tanto nos requiere esfuerzos físicos y mentales diferentes. La montaña es como la vida. Eres la misma persona, pero cada día es una experiencia diferente a la anterior y te lleva a descubrir nuevas capacidades físicas y emociones cada día. Ante cada reto, durante un ascenso, has de echar mano de los recursos que tienes, pero, al mismo tiempo, has de hacerte de nuevos recursos para resolver desafíos que no habías enfrentado. ¿Acaso no es esto mismo lo que vivimos en la vida y no solo en la montaña?
En nuestra caminata por la montaña, si abrimos todos nuestros sentidos y estamos atentos, si mantenemos abierta nuestra capacidad de asombro, nos encontramos con una vida exuberante que se nos ofrece a los sentidos, aves que nos deleitan con sus diversos colores, formas y cantos, flores que nos extasían con su aroma y tonalidades, animales que corren a esconderse, pero nos dejan ver su agilidad y suaves pelajes. También encontramos árboles caídos, animales muertos, hojas y troncos secos, podridos o en estado de descomposición. Dentro y debajo de esos troncos derribados y podridos, o bajo la cama de hojas secas descubriremos que abunda la vida en diminutas formas. El hongo de maravillosos colores que crece desde la materia en descomposición del tronco, pequeños anfibios, lombrices, escarabajos, grillos, chapulines, reptiles. Los cuerpos sin vida del tronco, de las hojas y de los animales, proveen de humedad y alimento a la vida que florece desde su muerte: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto; pero si muere, dará mucho fruto (Jn. 12,24).
Lo mismo ocurre en los espacios humanos, hay vida, pero también hay cuerpos que, como esos troncos, hojas y animales del bosque, caen en tierra para fecundarla y favorecer el ciclo de la existencia. En medio de la vida siempre encontraremos presente la sombra de la muerte.
“Cuando se niega la muerte la vida pierde su profundidad, perdemos la capacidad de ir a lo profundo de nosotros para afrontar desde allí los diversos finales de nuestra vida, por supuesto el definitivo es la muerte”.
El misterio de la muerte desde una mirada de amor
Dice Jürgen Moltmann en su libro Cristo para nosotros hoy que “en cada enfermedad grave luchamos contra la muerte. En cada curación experimentamos algo de la resurrección: nos sentimos como «nacidos de nuevo» y nos parece que se nos ha «regalado la vida otra vez». Así será cuando suceda lo que no nos podemos imaginar porque todavía no lo hemos experimentado: la resurrección de los muertos y la vida del mundo venidero”.
En nuestra vida no nos gusta hablar de la muerte porque tememos que podamos atraerla, preferimos ignorarla y pretender que no existe para quienes amamos. Sin embargo, lo más cierto de la vida es justamente la muerte y, si la vida es un misterio, la muerte es el mayor misterio de la vida. No soy yo quien decide el momento de morir; ni el mío, ni el de quienes amo, pero sí puedo decidir abandonarme a ese momento para vivirlo desde la paz y con la serenidad y el gozo de haber vivido.
Hablar de la muerte como algo real, que le puede o le va a pasar a nuestros seres queridos o a nosotros mismos es algo que evitamos. Recuerdo que cuando estudiaba Filosofía, tuve un sueño de esos en los que hay varios sueños concatenados, uno contenía a otro y cada sueño terminaba con la muerte de mi madre. Yo “despertaba” de un sueño para sentirme dentro del siguiente. Por la mañana, al despertar de mi último sueño, yo tenía la certeza de que mi madre había muerto y todo ese día estuve ansioso esperando una llamada de mi familia para comunicármelo. Todo quedó en el sueño. Meses después, al estar con mi familia, preparando la cena de Navidad alrededor de la mesa de la cocina con todos mis hermanos y mi madre, les platiqué mi sueño. La reacción fue inmediata, – “¡no hables de eso!” me dijeron, yo les respondí- “Claro que sí, mi madre va a morir, no sabemos cuándo, pero morirá y nosotros debemos ser conscientes de ello y prepararnos”. Uno de mis hermanos dijo: “Pero cualquiera de nosotros puede morir antes”-. Yo respondí: “Así es, pero lo más lógico es que sea ella quien muera primero”. La discusión y reflexión fue larga y esa noche perdimos el miedo a hablar de la muerte. Veinticinco años después mi madre murió y mientras celebraba misa con su cuerpo como altar me di cuenta que como familia vivimos uno de los momentos más consoladores y llenos de gratitud recordando la vida con ella.
Nuestros padres han dado su vida nosotros, sus hijos, al darse generan vida. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Entristece la ausencia física, se añora la ternura de la caricia, pero consuela, anima y nos llena de energía su amor, que brota desde nuestro propio corazón.
Llegamos a la vida sin identidad, lo que nos da identidad, lo que expresa quienes somos al vivir y quienes somos al morir, es el amor que vamos recibiendo y entregando.
La religación de la vida y la muerte
Estamos acostumbrados a soñar la vida en lugar de vivirla, en lugar de saborearla y construirla desde lo profundo y lo esencial, y la muerte es parte de esa esencia. Es necesario concentrarnos en aprender a vivir para que podamos aprender a morir y seamos capaces de acompañar a morir y a vivir el proceso de pérdida y muerte de quienes amamos y para que seamos capaces de vivir y acompañarnos a nosotros mismos en nuestros propios procesos de pérdida y de muerte.
Acercarse a esta realidad solamente se logra cuando has vivido esa experiencia de manera personal. Nadie puede hablar de la experiencia de la muerte si no ha vivido la muerte de un ser querido o ha estado en una situación en la que ha tocado el borde. Volver la mirada hacia la muerte responde a la importancia que debemos dar a la vida. Solamente seremos capaces de vivir la muerte si aprendemos a vivir la vida, que es el preámbulo de esa otra forma de vida. La mejor forma de acompañar a morir y a vivir ese proceso, es desde el amor, de lo contrario no se logra acompañar, sino sufrir la muerte en el peor de los sentidos: desde la desesperación, la angustia, la obscuridad, la indolencia y el sinsentido.
Cuando llega una nueva vida, con ella llega la alegría, la esperanza y con ella la muerte, porque ese nuevo ser en algún momento, pronto, después o muchos años después, morirá y su cuerpo regresará al polvo del cual venimos, como nos lo recuerdan el libro del Génesis “hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gn 3, 19), y el Eclesiastés “vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio” (Ecl 12,7).
La muerte, ese momento en el que el soplo de vida (el Ruah bíblico del Gn 2,7. 7,21), la fuerza vital deja de animar el cuerpo físico, es tan personal como la vida de cada persona, solamente quien la vive sabe lo que es, es a quien se le desvela su misterio. Solamente quien vive el momento de dejar este mundo, es a quien se le desvela el misterio y se le ilumina una nueva visión, la del portal de la vida nueva. Nuestra muerte física es sencillamente el hecho de abandonar el cocoon, el envoltorio, el cuerpo que nos hizo dio presencia física en esta realidad mundanal.
Lo que somos es mucho más que nuestro cuerpo o lo que vemos de los otros. El cuerpo nos ofrece la posibilidad de comunicarnos con los otros, con el mundo y con nosotros mismos, pero no es solo el cuerpo lo que nos define, así como tampoco lo es el tener o lo que socialmente hemos alcanzado. Lo que somos es mucho más o que somos.
Preocuparnos solamente por lo externo nos hace perder profundidad y nos aleja de lo trascendente, nos lleva a ese sentimiento de vacío interno y de sinsentido de la vida, nos aleja de nuestra propia esencia que nos da la autoconciencia de mi verdadero yo, que nos posibilitan los procesos de interiorización.
En este espacio, en esta puerta entre el cielo, la vida verdadera y para siempre, hay mucho más de lo que podemos figurarnos. Cuando se niega la muerte la vida pierde su profundidad, perdemos la capacidad de ir a lo profundo de nosotros para afrontar desde allí los diversos finales de nuestra vida, por supuesto el definitivo que es la muerte. En el capítulo 12 del Evangelio de Juan se lee: (24) “Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”, y (25) “El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna.”
Desapegarnos para ser libres y que podamos tener vida verdadera aquí o después de abandonar nuestro cuerpo físico, para entrar a la felicidad sin fronteras ni limitaciones, porque ya no hay esclavitud, por lo que no habrá dolor ni lágrimas.
Lo que da sentido a la vida es el amor, y de la misma manera el amor dará sentido a la muerte. La vida tiene sentido en la medida que nos apreciamos amados y en la que ofrecemos amor; igualmente, la muerte será vivida y asumida con esperanza y paz desde la presencia, física o no, de quienes nos han amado y a quienes hemos amado. “La experiencia de la muerte es casi idéntica a la del nacimiento. Es un nacimiento a otra existencia {..} La muerte física del hombre es idéntica al abandono del capullo de seda por la mariposa[2].
La espiritualidad es el gran aliado en los procesos de pérdida y duelo, nos ayuda a fomentar los sentimientos positivos y aumentar el bienestar psicológico, afectivo y emocional; nos ayuda a una mayor comprensión del sentido de la vida que nos impulsa a una religación consiente y positiva consigo mismos y con los demás, así como con el mundo. Como señala Octavio Paz, vida y muerte son fruto de una misma raíz.
En nuestra cultura mexicana, el culto a la muerte es en realidad un culto a la vida, el hacer presente a nuestros seres queridos desde el recuerdo que aviva el amor en nuestros corazones; así la muerte se convierte en un anhelo de vida, en presencia transfigurada. Esta visión de nuestra cultura es una visión plenamente espiritual, por la que se nos ofrece posibilidades para construir una visión totalizadora de nuestra existencia toda[3], vida y muerte; hace posible superar esa fragmentación vida-muerte para vivirla desde la unidad esperanzadora vida-muerte-vida plena. Esta experiencia profunda desde lo más íntimo de nosotros, donde verdaderamente somos quienes somos, nos lleva a conectarnos con el todo, físico o no, a experimentar nuestra dimensión cósmica que nos integra al Espíritu, para vivir, y morir, desde el asombro y la gratitud ante el milagro de la vida verdadera, que no tiene ni principio ni tendrá fin.
[1] Esta forma de referirse al espíritu de Dios aparece por primera vez en Gn 17,1 los hebreos daban este nombre a Yahvé, a esa presencia que, como pueblo nómada, se les manifestaba a través de la montaña. El, expresa fuerza, poder y omnipotencia; Shaddai significa el que nutre, que provee y satisface. El omnipotente que nos nutre.
[2] Momento formativo del jesuita al terminar los estudios de filosofía y previo a los estudios teológicos
[3] Elizabeth Kübler-Ross. (1989). La muerte: un amanecer. Barcelona: Luciérnaga.
[4] Cfr. Patricio Guerrero Arias*. (2011). Corazonar la dimensión política. 9 febrero 2021, de Alteridad, Revista de educación Sitio web: https://alteridad.ups.edu.ec/index.php/alteridad/article/view/1.2011.02
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