La ideología, los sistemas políticos y económicos, así como la manera en que se relacionaban los ciudadanos entre sí pueden leerse al observar las calles de una ciudad

Por María José Fuentes Gómez

La calle, que en un principio fue el principal espacio público de la ciudad, nunca ha dejado de ser un canal vital de la vida urbana. Su importancia no sólo radica en su función como vía de transporte, sino como lugar de encuentro y comunicación social, como espacio de exposición para el comercio y la artesanía, y como fuente de información y estímulo para la imaginación y la actividad mental.
—Lewis Mumford, La ciudad en la historia, 1961

La calle es esencial a la ciudad; la calle cobra sentido y vida dentro de la ciudad y ésta no existe sin la calle y los fenómenos que en ella suceden.

El nomadismo fue durante miles de años la manera de operar del ser humano, moverse de un lugar a otro en busca de alimento, refugio y condiciones climáticas favorables para su supervivencia. El descubrimiento de la agricultura y posteriormente la ganadería —hace 11 mil o 12 mil años aproximadamente en el Oriente Medio— dio pie a los primeros asentamientos. Las primeras agrupaciones humanas originaron la formación de comunidades bien establecidas, lo que les permitió vivir más tiempo y con una mejor calidad de vida: protegidas de las amenazas del entorno, logrando obtener más pronto y con menor esfuerzo las provisiones necesarias para vivir y con la posibilidad de desarrollarse en otras actividades cuyo propósito no fuera meramente la supervivencia. Actividades como el comercio, las artesanías y el desarrollo de la escritura permitieron a las distintas comunidades intercambiar productos y crecer y desarrollarse aún más.

En Mesopotamia, el Valle del Nilo y el Valle del Indo se han hallado indicios de las primeras urbes, y no es coincidencia que en esas regiones existieran condiciones favorables para la producción de alimentos y obtención de recursos naturales. Según Lewis Mumford, escritor, sociólogo y filósofo estadounidense, las primeras ciudades se desarrollaron alrededor de plazas centrales y otros espacios en los que se ubicaban mercados y centros religiosos. En esos espacios la gente podía reunirse y socializar sin restricciones, a pesar del entorno tan desigual, en el que pocos grupos disfrutaban de un acceso privilegiado a los recursos y el poder mientras que obreros, agricultores y artesanos trabajaban muy duro para sobrevivir. Además de las plazas, en las calles se realizaban transacciones comerciales, se exhibían productos y se desarrollaban actividades sociales y culturales. Las calles de esas primeras ciudades eran estrechas e irregulares, lo que indica que no fueron concebidas para el tráfico de vehículos; en cambio, la mayoría de la gente caminaba o utilizaba animales de carga para trasladarse, lo que hacía de la calle el escenario ideal para el encuentro humano.

La ciudad clásica, su trazo y la importancia que significó para el desarrollo de la civilización han sido de gran interés para distintos historiadores, antropólogos y urbanistas. En los siglos V y IV a.C. la antigua Grecia alcanzó su mayor esplendor. Es una de las civilizaciones que más influencia han tenido en la historia de la humanidad en campos como la filosofía, la literatura, el arte, la política, la ciencia, la arquitectura y el urbanismo. En la ciudad griega el espacio público tenía una gran relevancia, como el ágora, que era la plaza central y el centro de la vida política, comercial y social. Alrededor había bloques de edificios de dos o más pisos, tanto públicos como privados; las calles eran estrechas y sinuosas, generalmente empedradas o adoquinadas, y muchas plazas distribuidas a lo largo y ancho de la ciudad. El espacio público fue esencial para el desarrollo de esta civilización, en la que la participación ciudadana se concretó en el surgimiento de la democracia.

En la ciudad romana, influenciada por las ciudades griegas, la organización urbana era muy similar. Los romanos tenían un mejor enfoque urbanístico y sus ciudades se construían con una planeación más rigurosa; las calles eran mucho más anchas que en la ciudad griega, y las actividades comerciales, sociales y culturales eran más abundantes. Las dimensiones de las calles romanas también tenían que ver con la convivencia de medios de transporte como las carretas, los caballos y, sobre todo, muchos peatones.

Durante el Medievo, a diferencia de las ciudades clásicas, los edificios religiosos y residenciales estaban mezclados, lo que dio pie a una actividad más diversa y constante en las calles. En la ciudad medieval la vida pública estaba estrechamente ligada a la vida en las calles. Las ciudades medievales se expandieron de manera orgánica y desorganizada, además de que tenían un deficiente sistema de alcantarillado y deplorables condiciones higiénicas, lo que propició enfermedades y epidemias, las cuales representaron uno de los mayores problemas de la época y en distintos momentos se convirtió en un obstáculo para el encuentro humano en las calles.

Con el auge del pensamiento racional en el Renacimiento se retomaron muchos de los principios urbanísticos y arquitectónicos de las ciudades clásicas. La planificación urbana y la arquitectura se basaron en la idea de crear espacios públicos y privados que permitieran la interacción social y la vida comunitaria, como lo habían logrado antes las ciudades de Grecia y Roma. Sin embargo, los espacios públicos en las ciudades renacentistas estaban diseñados para exhibir el poder y la riqueza de los gobernantes y las élites, reflejo de una sociedad sumamente clasista, con una enorme desigualdad social, pero también de una sociedad que le dio un lugar primordial a la búsqueda de la belleza y el intelecto.

La Revolución industrial fue uno de los acontecimientos que marcó profundamente a la civilización actual y, en particular, a la vida urbana. El objetivo principal de la planificación urbana durante esa etapa era organizar el espacio para la producción y el transporte de bienes, no para el bienestar de las personas. La ciudad se convirtió en una máquina para la producción y el consumo, y se deshumanizó en el proceso. Los espacios públicos y las áreas verdes se redujeron para hacer lugar a fábricas y edificios de oficinas, y la vida cotidiana se fragmentó en funciones especializadas y en relaciones efímeras e impersonales.

Londres fue la primera y más grande ciudad en experimentar los cambios que trajo la Revolución industrial, y diversos autores han mencionado el caos que se vivía en las calles londinenses en sus obras. En Oliver Twist Charles Dickens habla de las calles de Londres como lugares peligrosos y caóticos, con una congestión excesiva de vehículos de tracción animal, sin regulaciones, además de la falta de higiene y olores desagradables.

En un intento por poner orden a las ciudades se crearon zonas industriales separadas de las zonas residenciales; las calles se comenzaron a regular y transformar para cumplir con estándares de producción y eficiencia. Surgieron las calles pavimentadas para favorecer la fluidez del tráfico, que representaba ya un problema fuerte. También se ampliaron y elevaron las aceras. El tráfico vehicular se convirtió en una barrera entre vecinos y comercios que miraban a la calle como un río que representaba un peligro al cruzarlo. El paseo en las calles parecía una locura. Se comenzó también la construcción de edificios más altos, lo cual generó una separación aún más pronunciada entre el espacio público y el privado y, por lo tanto, una mayor pérdida del sentido de comunidad. Las calles pasaron de ser espacios de encuentro a espacios que privilegiaban el crecimiento económico, el traslado de productos.

Cada vez más se camina en la dirección opuesta al ideal urbano que se concibió durante la segunda mitad del siglo XX. Vemos claramente los estragos de las teorías funcionalistas y modernas. Es evidente el daño que ha hecho a nuestras ciudades la priorización del automóvil, la división de la ciudad por zonas según las diversas actividades, la construcción de edificios tan altos que se pierde la relación con la calle.

Una de las reformas urbanas de mayor impacto en la Europa del siglo XIX fue la de París, que fue dirigida por Georges–Eugène Haussmann durante el reinado de Napoleón III. París se regía bajo el modelo medieval de ciudad, con calles muy angostas en las que la iluminación y la ventilación natural escaseaban, y representaban un problema de higiene y salubridad para los habitantes, además de ser peligrosas. El plan de Haussmann consistió en remodelaciones radicales del trazado medieval para construir grandes avenidas. Se establecieron modelos de edificios homogéneos con una altura y estilo determinados y se mejoró el sistema de alcantarillado, así el sistema de transporte público, con la construcción de nuevas vías de tren y la ampliación del metro. Se demolieron edificios y barrios enteros para ser reconstruidos con esta nueva visión.

Si a partir de la Revolución industrial las calles ya se concebían como lugares caóticos, el arribo del coche marcaría un parteaguas para el papel que la calle había tenido en las ciudades a lo largo de tantos años. A finales del siglo XIX surgieron los vehículos motorizados. En 1908 se introdujo el Ford Modelo T, que fue el primer modelo de automóvil producido en masa. Aunque al principio tener un automóvil era un lujo del que muy pocos podían gozar, poco a poco se fue haciendo más accesible. Con la llegada de este medio de transporte la calle se transformó enormemente, empezando por la infraestructura construida para el automóvil: carreteras, autopistas, túneles y puentes, desplazando al peatón y otros medios de transporte lentos. Debido a que ahora se podían recorrer mayores distancias, las ciudades continuaron expandiéndose horizontalmente, convirtiéndose en manchas urbanas gigantescas.

La vitalidad de las calles se vio afectada por la llegada y popularización del automóvil. Quienes planeaban y diseñaban las ciudades dirigían sus esfuerzos hacia el automóvil, sin anticipar lo que eso significaría para las ciudades en el futuro. En la década de los veinte, con el surgimiento del movimiento moderno, distintos arquitectos y urbanistas plantearon visiones de ciudad muy disruptivas.

Le Corbusier fue uno de los más influyentes. Su modelo se llamó “ciudad radiante”, que se basaba en la idea de crear ciudades modernas y novedosas desde cero, lo que implicaba destruir barrios históricos. Su modelo se regía por la búsqueda de eficiencia y funcionalidad, a través de una clara separación entre zonas de trabajo, vivienda, comercio, industria, etcétera. En la ciudad radiante el automóvil era concebido como una herramienta fundamental para la movilidad y la organización del espacio urbano, con carreteras grandes que permitieran la rápida circulación de los vehículos; la ciudad debía ser expandida y los edificios debían estar separados por grandes espacios verdes, contrario a lo que sucedía en las ciudades medievales de Europa. Le Corbusier defendía la idea de que la arquitectura debía de estar al servicio de la salud y la comodidad de los habitantes, por ello proponía la construcción de grandes rascacielos para la vivienda, para poder aprovechar la mayor cantidad de ventilación y luz natural, además de que así se podía aprovechar el espacio y crear grandes espacios verdes alrededor de ellos.

A finales del siglo XIX y principios del XX surgieron varios modelos de ciudad utópica y el urbanismo se popularizó en un intento de poner orden al caos de las grandes ciudades. Fueron muchas las voces relevantes en el urbanismo durante el movimiento moderno. Sir Ebenezer Howard planteó el modelo de “ciudad jardín”, que buscaba alejarse del ruido y la densidad del centro de la ciudad en la búsqueda de una integración de la naturaleza; basándose en esta visión surgen los suburbios. En los años cincuenta en Ciudad de México surgió un plan urbano en esa misma línea. A cargo de los arquitectos Mario Pani y José Luis Cuevas se desarrolló el plan urbano “Ciudad Satélite”. Este modelo se basaba en los suburbios norteamericanos, y se pretendía que la zona fuera un satélite de los centros urbanos y sólo hubiera que salir para trabajar. El desarrollo se ubicaba a 15 km del entonces Distrito Federal y se conectaba con éste a través de grandes avenidas y carreteras, como planteaba también Le Corbusier. El auto era un elemento protagónico en este modelo, y pronto la congestión vial se convirtió en un problema. Ciudad Satélite hoy está muy alejada del imaginario planteado en los cincuenta, pues la mancha urbana de la Ciudad de México ha crecido tanto que el desarrollo quedó perdido en ella.

En la década de los cincuenta, en el auge de estas visiones urbanas surge una voz opositora y muy importante para el urbanismo, la de Jane Jacobs. En el siglo XX se buscaba modernizar y expandir las ciudades y se apostaba por la construcción de grandes proyectos de infraestructura para el automóvil que pudieran manejar grandes volúmenes de tráfico y poblaciones de alta densidad. En Nueva York, Robert Moses había liderado durante varios años proyectos de desarrollo, planeación urbana e infraestructura con esta visión modernista. Moses propuso proyectos urbanos que implicaban la demolición de barrios enteros y la construcción de complejos residenciales aislados y conectados a través de grandes autopistas. Jacobs, una periodista que se levantó en contra de este tipo de proyectos urbanísticos, movilizó a cientos de personas en la lucha por defender la vida urbana de distintos barrios de la ciudad de Nueva York. A la vida que se desenvuelve en los barrios urbanos cuando hay una mezcla de usos y actividades que provoca una intensa interacción social Jacobs la llamó “vitalidad urbana”; ella habló mucho de la importancia de conservar, cuidar y procurar la vitalidad urbana a la hora de planear y diseñar una ciudad. Recalcó la importancia de entender lo que viven las personas en las calles y la riqueza que sus interacciones significan para la ciudad, a diferencia de urbanistas modernos que planteaban la ciudad como si se tratara de un juego de mesa, donde había que mover piezas y vías, ignorando por completo o que sucedía en el corazón de la ciudad: las calles. A pesar del poder económico y político que Moses tenía, Jacobs logró paralizar muchos de sus proyectos y salvar la vitalidad de miles de barrios neoyorquinos que todavía hoy son vibrantes.

Jane Jacobs se ha convertido en una de las voces más relevantes en el ámbito del urbanismo; entendió que la ciudad, más allá de su infraestructura, es su gente y la manera en que la viven, y si esa infraestructura no está al servicio de las personas y de mejorar su calidad de vida y, por lo tanto, sus relaciones interpersonales, pierde todo el sentido.

La lucha por devolver la vitalidad urbana a las calles y el espacio público lleva ya varios años. Ejemplos de esto son las visiones de ciudad como la del urbanismo táctico o el urbanismo social, que buscan hacer de las calles espacios vivibles, enfocados a la convivencia entre personas y la actividad constante y variada. Otros ejemplos, como “la ciudad de los 15 minutos” que se planteó en París y otras ciudades, han buscado poner en marcha que las necesidades básicas de una persona no requieran un traslado mayor de 15 minutos a pie desde la puerta de su casa. Otros esfuerzos dentro de esta misma lucha son la promoción de ciclovías y el uso del transporte público, la peatonalización de cuadras enteras, los eventos y proyectos que procuran la participación ciudadana en el espacio público.

Cada vez más se camina en la dirección opuesta al ideal urbano que se concibió durante la segunda mitad del siglo XX. Vemos claramente los estragos de las teorías funcionalistas y modernas. Es evidente el daño que ha hecho a nuestras ciudades la priorización del automóvil, la división de la ciudad por zonas según las diversas actividades, la construcción de edificios tan altos que se pierde la relación con la calle. Hoy se entiende la importancia de la comunidad dentro de la ciudad, del fenómeno del encuentro y el valor de la vida en los barrios. Aunque el diseño y la planeación urbana están caminando cada vez más en esta dirección, la lucha por conseguirlo parece larga y tendida. Los estragos de las ciudades que se concibieron durante el modernismo todavía son difíciles de atacar y, finalmente, muchas ciudades ya se construyeron bajo estos modelos. Generar estos cambios requiere de una activa participación ciudadana. De ahí la importancia de informarse para poder exigir y transformar las calles en lugares con una mayor vitalidad, más seguros y propicios para el fortalecimiento de las comunidades.

María José Fuentes Gómez es estudiante de la licenciatura en Arquitectura en el ITESO. Este artículo es parte de la investigación que realizó en el PAP Mirar la ciudad con otros ojos. Memorias e identidades, en el periodo de Primavera 2023.

FOTO: Oficina de Comunicación Institucional