A partir de una reflexión sobre el movimiento y sus pausas, la autora nos lleva a pensar sobre el duelo y la migración, procesos transitorios humanos complejos que requieren de paciencia, tiempo y bastante ritmo
Por Camila Bernal Granados, integrante del Programa de Voluntariado del Centro Universitario Ignaciano
Ha sido así desde siempre y así seguirá siendo: la gente se mueve. Se mueve ordinariamente para ir a trabajar, para buscar comida, para encontrarse con otras personas. La gente nos movemos. Lo hacemos todo el tiempo y sentimos profundamente si algo nos limita a hacerlo. Movernos es probablemente una de las cuestiones más características del ser humano, nos movemos por supervivencia. Desde los nómadas hasta los mochileros, en el deporte y en el cambio de clases: el movimiento trae consigo vitalidad.
Pero ¿qué hay de cuando no se avanza, cuando la vida pone pausa, cuando los modos conocidos toman un giro y piden con ellos otros ritmos? En la vida, las pausas vienen en forma de descanso, de decisiones, de pandemias y de lesiones. Las pausas, voluntarias o no, son aviso concreto del movimiento que está por venir, de lo que está por cambiar, de lo que ya no será más.
A partir de la reflexión sobre el movimiento, me permito presentar dos cuestiones que, aunque se relacionan entre sí, vale la pena comprender por separado: el duelo y la migración. Ambos entendidos como procesos transitorios, con pausas que anuncian el movimiento que vendrá, ninguno de ellos lineal o definitivo, dos procesos humanos complejos que requieren de paciencia, tiempo y bastante ritmo.
Por un lado, hablar del duelo implica hablar de una pérdida, de algo que era y ya no será más. Surge una exigencia vital de continuar caminando aún con la incertidumbre y el dolor que significa haber perdido algo o a alguien que conformaba y significaba en la vida. La persona ahora tiene que aprender a sobrellevar la realidad de lo que no volverá.
Los duelos pueden ser por alguna relación humana, alguna pérdida de capacidad, algunos objetos materiales o propiamente por algún cambio en el desarrollo vital. Ningún duelo es igual, pues en todos se juegan las herramientas que tenga cada persona, el contexto, la complejidad e incluso el tipo de duelo que se está atravesando. Sin embargo, todos los procesos de duelo tienen algo en común: no son lineales, van y vienen por etapas, por lo que son más parecidos a una montaña rusa que a una vía del tren.
Un duelo múltiple cabe en cada mochila, un duelo ambiguo en cada desaparición, un duelo congelado en cada paso y un duelo inhibido en cada mirada por falta de conversación.
Así es como el duelo, con su complejidad y ritmo, es un proceso por el cuál todas las personas atraviesan, en mayor o menor intensidad, al menos una vez en la vida. Dicho proceso implica reconstruir una nueva realidad que nunca volverá a ser la misma, en la que hay que aprender a vivir con el dolor y reconfigurar la identidad.
Así como nadie se libra de la muerte, tampoco nos libramos del duelo. Sin embargo, atravesarlo en compañía siempre será una forma de aprender a vivirlo. Dicha compañía empieza con una mirada y se consolida con ratos de escucha.
Esto está relacionado con la migración, un fenómeno social que está presente en las noticias, en la política, en las investigaciones más actualizadas y en diversos informes que elaboran desde el Vaticano hasta las organizaciones de derechos humanos. Es una realidad públicamente sometida a juicio en donde las personas se desplazan hacia un nuevo destino por diferentes motivos, pero necesariamente dejando algo atrás: “el lugar de origen”.
Hablar de migración es hablar de condiciones de posibilidad, puesto que la razón por la que la migración es tema de relevancia social no tiene que ver con cualquier persona que se desplaza de un lugar de origen a un destino, si ese fuera el parámetro, me resulta difícil, por no decir imposible, pensar en una persona que no lo haya hecho alguna vez en su vida o su familia, o su comunidad.
Sin embargo, las condiciones por las que una persona se desplaza son las que hacen de la migración un tema relevante, algunos a favor y otros en contra, la migración que surge como producto de la violencia, daños estructurales, sucesos ambientales y/o pobreza es el tema sobre el que se han construido reformas, leyes, centros comunitarios y propaganda política y social.
La vulnerabilidad que vive una persona que sale de su país por supervivencia no es comparable con quien elige mudarse a otro lado. Las circunstancias de aquella persona que sale del país como alternativa más viable para tener una vida digna lo hace con la incertidumbre del destino, del transporte, de la compañía y de la misma seguridad.
Aun sabiendo que ya nada será igual, todas las personas merecemos saber que sigue intacta nuestra capacidad de amar.
Día con día, en el río de la frontera entre Guatemala y Bonampak, Chiapas, se pueden ver balsas en dos direcciones: en una dirección los turistas que se dirigen a las ruinas y, en contraparte, decenas de personas migrantes emprendiendo el viaje forzado a México. Las balsas sobrepasadas de gente que carga en una mochila todo lo que cree que necesitará y que tienen en la mirada cierta esperanza por el cambio y también cierta incertidumbre por lo que acaban de comenzar.
Desde ese punto de acceso al país, que no es el único, decenas de personas, en su mayoría de origen centroamericano, pasan de ser llamados por su nombre a convertirse en “un migrante ilegal” debido a la falta de autorización oficial para estar en un país sin importar la razón por la cual haya tenido que hacerlo.
Desde la frontera sur, con la mirada puesta en la frontera norte, cada persona que entra al país se enfrenta a un panorama incierto, con la consciencia de lo que dejó atrás y como única arma la esperanza de que al final logrará llegar a su destino y habrán valido la pena las renuncias.
Toda persona que inicia un camino de migración se encuentra con una evidente realidad: el camino no será nada fácil porque de ningún modo es un camino lineal. Este camino implicará miles de kilómetros recorridos, toma de decisiones, zapatos desgastados y situaciones constantes de alerta, miedo, frío y calor.
Cada persona que camina por las carreteras oscuras y peligrosas de un país como México ha dejado un lugar al que llamaba hogar, a una parte de su familia o a la familia completa, ha dejado la mayoría de sus pertenencias y también ha dejado lo que podía quedarle de seguridad. Migrar es un camino de duelo e incertidumbre, en el que se corre mucho riesgo por frenar.
Existe el duelo por lo perdido, por lo que se quedó en casa, por lo que se va a extrañar, pero también existe un duelo anticipado que tiene que ver con las probabilidades de lo que les puede pasar: robo, desapariciones, violencia, abuso de autoridad, etcétera. Cada persona en situación de movilidad camina en un país desconocido con el recuerdo de lo que ya no está, pero con la presencia alerta de lo que podría llegar. Cada persona que transita en condición migratoria está viviendo duelos que probablemente no tenga tiempo de asimilar, afrontar, aceptar o incluso nombrar.
Un duelo múltiple cabe en cada mochila, un duelo ambiguo en cada desaparición, un duelo congelado en cada paso y un duelo inhibido en cada mirada por falta de conversación. Existen tipos de duelo y pareciera, en el contexto de la migración, todos los duelos son simultáneos y ellos coexisten de algún modo en cada corazón.
Es esa la relación concreta entre el duelo y la migración, por lo que no se puede hablar de una persona en tránsito sin mencionar la incertidumbre que conlleva la constante transformación de la identidad en un camino por vías del tren que se siente más bien como montaña rusa.
Cada persona migrante en un semáforo tiene una historia que contar, tiene un nombre que perdió en la frontera y que no sabe si va a recuperar, tiene una tierra en la que creció y ahora sólo puede recordar, tiene una familia que dejó y seguramente extrañará, tiene una esperanza incierta y muchos duelos que afrontar.
Ante el dolor, la invitación concreta que nos queda es en primera instancia a mirar, a no ser ajenos a su existencia, a permitirnos acompañar, desde la mirada y la escucha, desde el cuidado de la dignidad, pues pareciera que en nuestras manos existe algo fundamental: aun sabiendo que ya nada será igual, todas las personas merecemos saber que sigue intacta nuestra capacidad de amar.