La periodista argentina, considerada como una de las mejores cronistas latinoamericanas en la actualidad, participó en una charla en la que habló de su trabajo como narradora y editora, de las cosas que son importantes al momento de sentarse a escribir y de aquello que no deben hacer quienes deseen dedicarse al oficio
Una chica sube la mitad de las gradas-escalera que dan forma al ágora de la biblioteca. Camina con dirección al otro extremo, pasa delante de una maestra —que habla con un estudiante sobre géneros periodísticos— y, al llegar a su lugar, se sienta, se recarga en la pared y saca un sándwich. Como si se tratara de una coreografía, unos niveles más arriba un joven le acomoda una mordida a su lonche al tiempo que responde «ajá» al comentario de su acompañante que, viendo el celular, descubre: «Ah, es de Argentina». Siguiendo el tempo de la coreografía, la argentina aparece: delgada, vaso de café en mano, cubrebocas en la muñeca, dos bolsos, cuatro anillos y su rasgo más distintivo: la rizada cabellera: Leila Guerriero está en el Ágora de la Biblioteca Jorge Villalobos Padilla, SJ, del ITESO, para participar en una charla como parte del programa de Guadalajara Capital Mundial del Libro. Antes de que ella y Vanesa Robles ocupen los dos sillones al frente de todo, las gradas-escalera están prácticamente llenas.
Vanesa Robles es periodista e integrante del Centro Universitario por la Dignidad y la Justicia CUDJ del ITESO y es la encargada de conducir la charla con Leila Guerriero. Antes de empezar y siguiendo el protocolo, comenta las medidas de seguridad del edificio y, para enmarcar mejor el prolegómeno y asegurarse de que la audiencia entiende su importancia, advierte: «Esta biblioteca se puede incendiar». Una carcajada explota en la boca de Guerriero, hace eco entre las y los asistentes y entonces Robles procede a presentar a quien es considerada como una de las mejores cronistas latinoamericanas. Para rematar, lee el arranque de «Tres tristes tazas de té», texto que, dice, es su crónica favorita de la periodista argentina: «Lloran mientras mueren. Los envenenados con cianuro lloran mientras mueren…».
El título de la charla es «Literatura, periodismo y paz», luego entonces la primera pregunta que Vanesa Robles pone sobre la mesa tiene que ver con el papel del periodismo en la búsqueda de la paz en un país como México. «El periodismo nunca será un reemplazante de la justicia. El rol del periodismo es visibilizar. Muchas situaciones de la violencia, de lo que hace la delincuencia, pasarían inadvertidas si no fuera por el periodismo. El problema es cuando el periodismo se instala en el lugar del justiciero», responde Guerriero y marca así el tono de la charla: respuestas amplias, generosas, pero no idealistas ni mucho menos utópicas; reflexivas del oficio y de lo que puede y no, de lo que debe y no, hacer el periodista o quien desee dedicarse al periodismo. La advertencia de Vanesa Robles —»esta biblioteca se puede incendiar»— comienza a hacerse realidad.
Guerriero alimenta el fuego: «Con todo respeto, la objetividad en el periodismo es un cuento chino, no existe», dice cuando se le pregunta sobre el periodismo activista, ese que en Argentina se conoce como periodismo militante. «El periodismo es el lugar de la duda, no de la certeza», dice para contrastarlo con la militancia, que muchas veces exige una convicción que raya en la obediencia. Remata la idea señalando que «el periodista es una persona desobediente, que duda».
En un país marcado por la tragedia todos los días —desaparecidos, fosas clandestinas, tráileres que pasean cadáveres por la ciudad—, Vanesa Robles pregunta cómo contar sin que la violencia se vuelva tan repetitiva que la gente prefiera dejar de leer, de ver, de escuchar. «Al contar, ya sea la violencia o la farándula, hay que aportar un punto de vista nuevo, así las cosas dejan de naturalizarse», dice Leila Guerriero y luego desarrolla: «Hay que cambiar el foco, la mirada, incluso si eso implica quitar los prejuicios positivos que podemos tener sobre las víctimas». Y es que, añade, hasta la persona más malvada puede tener algo bueno, y viceversa. «Yo también soy miserable a veces», dice y para redondear la idea trae como ejemplo el perfil que hizo Marcela Turati para contar la historia de Santiago Meza López, el «Pozolero».
Como ha hecho en otras charlas, como ha consignado en sus columnas y reflexiones, Guerriero reitera algunas de las ideas que marcan sus concepciones sobre el oficio: «Lo que se dice no está peleado con el cómo se dice», «Son tiempos difíciles para el periodismo, pero no son tan espantosos»; «Los medios están en crisis, no el oficio»; «La historia que importa es la historia del otro», «Nadie le puede exigir coraje a nadie, en ninguna profesión»; «Un gran periodista es un gran creador», «La creatividad está sumamente ligada a lo que hacemos».
Como escritora, dice, no está reñida con el lenguaje incluyente —«no lo uso cuando escribo sólo por una cuestión estética, pero no me genera problema»—, pero con lo que sí tiene bronca es con el lenguaje políticamente correcto. Sobre la biblioteca caen más flamas: «Tenemos que ser más salvajes al escribir», dice y añade que hay que rehuir de lo que califica como un lenguaje de agencia de cooperación internacional. «El lenguaje políticamente correcto hace que lo salvaje te toque menos; aplaca una mirada que tiene que ser siempre punzante y produce visiones paternalistas o maternalistas, lleva a una mirada condescendiente».
Desde hace unos años Leila Guerriero también es editora. Confiesa que cuando trabajaba como reportera de planta en las redacciones «tenía pánico de terminar como editora. Hay que tener vocación para eso [dedicarse a la edición] porque si no te conviertes en un periodista frustrado que no escribe más». Dice que le gusta demasiado la escritura como para dedicarse sólo a editar y cuenta que ahora que ha desarrollado su propio estilo de edición su prioridad es, siempre, «que la voz del periodista brille; pero su voz, no la mía». ¿En qué orden de importancia acomoda sus facetas? Primero escribir, luego editar y al final enseñar.
Y a propósito de enseñar, Vanesa Robles, conociendo la renuencia de Guerriero a decir cómo hacer las cosas, le da la vuelta y pregunta qué es lo que los estudiantes no deben hacer para dedicarse al periodismo. «No deberían no leer. Y no deberían leer sólo cosas de periodismo, sino consumir artefactos narrativos de diversa índole. No pueden permanecer ajenos a lo que pasa. No duden de su capacidad: arrójense, hagan y luego busquen un buen editor. No se dejen maltratar por los editores, pero sí déjense editar».
El tiempo se agota. La charla concluye y en el ágora de la biblioteca todavía se pueden ver rastros del incendio que trajeron las ideas de la periodista argentina, pero sobre todo hay brasas: brasas incandescentes que tienen forma de libros —dos en particular: la reedición de Zona de obras y Los suicidas del fin del mundo—, libros que algunos asistentes llevan en sus manos mientras esperan la firma de Leila Guerriero, quien, como si regresara a la coreografía inicial, atiende cada solicitud: pregunta el nombre y garabatea y estampa su firma y se toma fotos y sonríe y repite: dos veces, tres veces, quizá diez o quince, hasta que la última persona de la fila pasa por la mesita.
FOTOS: Luis Ponciano