Una situación de altísima vulnerabilidad como es actualmente la nuestra, nos hace propensos a creer en teorías absurdas. Descalificar las instituciones es simplemente acabar con el poco suelo firme que todavía nos queda.
POR RUBÉN IGNACIO CORONA CADENA, SJ
CARTEL DE HUGO GARCÍA
Cuando hacemos referencia a nuestra situación de confinamiento, difícilmente hay tiempo y espacio para pensar. Las actividades que antes resultaban fáciles o que podían hacerse sin tanto esfuerzo, resultan hoy pesadas, abrumadoras. Mucha gente que pensaba tener por fin el tiempo de hacer cosas nuevas, se encuentra ahora con horarios de sueño alterados, sin poder terminar de sujetar una situación que, por todas partes, escapa a nuestro control.
La pandemia nos ha fragilizado por dentro y por fuera. Súbitamente, nuestra vida gira de manera apresurada en torno a la pregunta: ¿qué va a ser de mí? Las expectativas sobre la vuelta a una actividad normalizada, sobre la recuperación de la economía, sobre lo que toca hacer después de la pandemia nos producen una acelerada actividad interior que manifiesta su inquietud debido a una situación amenazante. No se trata de una enfermedad que nos llegó, sino de una que nos capturó completamente: nuestras fuerzas están concentradas en querer saber más: ¿qué va a ser de nosotros?, ¿cuándo vamos a volver a la normalidad?
Los momentos en que todo parece flaquear son también aquellos en que no podemos pensar correctamente. Cuando sentimos que desfallece el sustrato firme en que nos apoyamos, buscamos algo que nos dé seguridad. Si nada tiene solidez, a veces sólo quedan algunas orientaciones fundamentales que pueden darnos guía. Sobre esas orientaciones fundamentales trabaja la ética.
¿Qué es la ética? Muchas respuestas se han dado a esta pregunta. Fundamentalmente, una definición de ética lleva también una definición de moral, para distinguir ambos campos. Podemos decir con Paul Ricœur que ética y moral son arbitrariamente distintas, donde aquello que las distingue es el ámbito del deber. Mientras que la moral se dispone a pasar por el cedazo del imperativo categórico la validez de cualquier acción, la ética nos pone en el terreno de la vida buena, la vida deseable o feliz. En este sentido, Ricœur define la ética como “tender a la vida buena, con y para los otros, dentro de instituciones justas”. Vamos a desglosar esta definición, pero al final haré un énfasis en la necesidad de instituciones, algo que pocas personas parecen entender hoy día.
a) Orientarse a la vida buena
Habitualmente, no tenemos muy claro qué es una buena vida. Si se nos da la oportunidad de definir una “vida buena”, enseguida comenzamos a decir que nuestra propia vida podría ser mejor. Tenemos una tendencia a la vida buena pero no la podemos definir. No es un proyecto. Se parece más a un deseo, algo que vamos queriendo durante toda la vida de diversas maneras. A lo largo de nuestra vida, el perfil de lo que llamamos “vida buena” va cambiando mucho. Lo que no cambia es esta tendencia humana.
Es importante ubicar esta tendencia porque, cuando nos hemos puesto en claro que aquello que queremos es verdaderamente la vida buena, automáticamente ponemos criterios para caminar hacia ella. Los criterios nos ayudan a no extraviarnos en el camino. Sirven para no perder el rumbo cuando todo flaquea, como en los tiempos que corren.
b) … con y para los otros
Cuando define la ética, Ricœur no nos deja extraviarnos. Si decimos que una acción es ética, quiere decir que se hace en pos de una “vida buena” y también que es necesariamente “con y para los otros”. En este sentido, Ricœur dice exactamente lo mismo que nos dijo el Rector del ITESO en su primer mensaje sobre nuestra situación en esta pandemia: nadie puede salvarse solo. Nunca se puede buscar la vida buena en solitario o empleando únicamente criterios personales, sencillamente porque una vida solitaria no es una vida deseable. Por lo tanto, no se puede llamar buena.
c) … en instituciones justas
Esta es una parte importante de la definición de ética, puesto que es un elemento que le brinda estabilidad a la búsqueda humana. Si hemos de buscar con otras personas, hombres y mujeres, necesitamos estructuras de convivencia, aquello que nos mantiene unidos de alguna manera. Ya sea en instituciones tradicionales como la familia, en grupos de convivencia, en agrupaciones vecinales, etc., las “instituciones”, estas estructuras que sostienen y regulan la vida en común, son necesarias para buscar la buena vida con otras personas.
Podemos decir que la ética es, finalmente, un llamado a la vida buena. Pero para que esto resulte eficaz, se tiene que dar dentro de estructuras de convivencia. El llamado a la vida buena no es estrictamente individual: pasa por cada uno, pero sólo en tanto que las demás personas están presentes en este llamado. Un ejemplo: difícilmente le podemos prometer a una madre de familia una “vida buena” en la que no estén presentes sus hijos, su pareja, su familia cercana, amigos, etc. Pensar de otro modo sería demasiado idealista (la mujer no terminará de llamar a esto “vida buena”). Esto sucede porque las vidas de otras personas están ya presentes en la propia. Nadie se debe únicamente a sí mismo.
d) La importancia de las instituciones
¿Por qué damos este rodeo por la ética? Porque cuando buscamos la vida buena, no podemos aceptar que las instituciones que le han dado solidez a nuestra vida resulten ahora un estorbo en una situación de confinamiento y de pandemia. Por todas partes se multiplican acciones contra las instituciones: hay llamados a “no escuchar al subsecretario de salud”, llamados a violentar las estructuras sanitarias – con personas que arrojan cloro o agreden a los profesionales de la salud –, llamados a “no creer en el coronavirus porque es un simple resfriado”, etc. Junto con eso, circulan también teorías conspiracionistas que dicen que la situación de pandemia es una creación de los gobiernos, que en realidad están matando a la gente que llega a atenderse a los hospitales con una inyección letal; esto último lo vimos en un hospital de Ecatepec, donde la gente gritaba alarmada que los médicos estaban matando jóvenes, hasta que irrumpieron violentamente en el hospital. Mucha de esta desinformación se divulga en redes sociales.
Cuando divulgamos información en redes sociales, no sabemos a dónde va a ir a parar ni quién le va a dar crédito. No tenemos control de lo que hacemos en las redes. Nuestras ansias de influir en otras personas con historias sensacionalistas o teorías de conspiración pueden hacer que nuestra realidad se vaya degradando.
Es verdad que nadie divulga estas cosas en redes sociales por pura mala voluntad. Nuestra situación de vulnerabilidad nos puede hacer creer las cosas más inverosímiles. Sin embargo, de este rodeo por la ética podemos extraer el siguiente criterio: nada que mine la credibilidad de nuestras instituciones va a producirnos una “vida buena”. Cualquier periodista que quiera socavar la credibilidad de las instituciones es, necesariamente, un mal periodista. Tenemos ejemplos de sobra a propósito de comportamientos poco éticos de algunos medios de comunicación. Lamentablemente, ello no hace sino mostrar el paupérrimo nivel ético que se tiene en el periodismo mexicano.
Cuando defendemos las instituciones no hablamos de los proyectos de los partidos políticos. Tampoco tomamos en cuenta únicamente las grandes instituciones del gobierno federal. Nos referimos también con el nombre de instituciones a las asociaciones locales: Jalisco sin hambre, FM4, Caritas, todas las Iglesias e instituciones religiosas, las instituciones educativas, etc. Sin ellas, la vida sería casi imposible. Nuestras instituciones son el terreno firme que todavía tenemos para pasar, los más posibles, sanos y salvos por esta pandemia.
Es necesario volver a lo que ya he dicho: una situación de altísima vulnerabilidad como es actualmente la nuestra, nos hace propensos a destruir todo o a creer en teorías absurdas. Las instituciones también se vuelven frágiles y no pueden cumplir adecuadamente sus funciones. Pero exacerbar la crítica y descalificarlas es simplemente darse un tiro en el pie, acabar con el poco suelo firme que todavía nos queda.
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