El prefijo “micro” cuyo significado es “muy pequeño” y que se usa para referirse a un “machismo blando”, no se corresponde en realidad con la magnitud de los efectos de tales prácticas machistas.

POR HÉCTOR EDUARDO ROBLEDO
Profesor del Departamento de Psicología, Educación y
Salud y del Departamento de Formación Humana de ITESO

Comprender cómo opera la violencia de género, es decir, la que es ejercida por los hombres hacia las mujeres y hacia los cuerpos que no cumplen con las normas de género, asumiendo superioridad y perpetuando la dominación masculina, es un paso necesario para su urgente erradicación de nuestros espacios vitales. Comprender es, también, el sentido y la oportunidad que nos da la universidad -en la que podemos disponer de espacio, tiempo y recursos- para pensar colectivamente y practicar otras formas de relacionarnos entre quienes formamos parte de una comunidad, que, en vez de basarse en el abuso de poder, la autocomplacencia y la discriminación, nos remitan a la cooperación y el cuidado. En vez de escondernos o de solamente pedir disculpas, los hombres también podemos comenzar por la tarea de comprender, la cual comienza por escuchar, tanto a quienes denuncian la violencia de género, como a los análisis sobre cómo funciona.

El término micromachismo ha sido muy socorrido en los años recientes para explicar cómo opera la violencia de género y cómo se mantiene instituida en nuestras relaciones. La noción de micromachismo, popularizada por el psicólogo Luis Bonino (bit.ly/2HWnrrA), alude a prácticas reiterativas, invisibles de tan normalizadas, mediante las cuales se sostiene el tradicional sistema sexo/género, desigual por definición; por ejemplo, que los hombres no nos impliquemos en el trabajo doméstico – del que invariablemente nos servimos– aduciendo “que ellas lo hacen mejor” o que nosotros ya hacemos suficiente trabajo fuera de casa. Eludir abordar los problemas familiares –lo que conduce a que sean ellas una vez más quienes se encarguen– sería otro caso de micromachismo; minimizar las aportaciones de las mujeres para que no hagan sombra al ego masculino ni a su beneficio económico, así como ocupar el espacio del transporte público abriendo las piernas sin importar quién está al lado.

En este sentido, esta noción es útil porque nos permite ver que son prácticas que los hombres definitivamente podemos cambiar.

Según este enfoque, al suscitarse de forma reiterada y encadenada estos gestos perpetúan el orden socio-histórico en el que las identidades hombre/mujer se instauran como relación de dominación. Por ejemplo: en México el acoso callejero grupal hacia las mujeres es una práctica ritualizada mediante la cual muchos jóvenes varones se afirman mutuamente como “hombres”, mostrando su desprecio explícito por las molestias que puedan sentir las mujeres a las que acosan; quien no la lleva a cabo suele ser señalado por el grupo masculino como “maricón”, situándolo en una posición feminizada que es definida por su vulnerabilidad. Es mediante este tipo de prácticas que se definen las relaciones de género, y con las cuales las mujeres son reiteradamente violentadas, excluidas, minimizadas, peor remuneradas y confinadas también a realizar el trabajo doméstico y de cuidados, el cual es el trabajo menos protegido y más denigrado, beneficiando posiciones de poder, privilegio y confort para los hombres.

Sin embargo, esta noción de micromachismo ha sido criticada fuertemente desde el feminismo, argumentando que el prefijo “micro” cuyo significado es “muy pequeño”, no se corresponde en realidad con la magnitud de los efectos de tales prácticas machistas.

Monserrat Pérez y Tatiana Duque, feministas, afirman que se trata más bien de violencias cómodas para los varones, porque nos permiten mantener nuestro estatus sin exponernos a la crítica al no tratarse de violencias escandalosas –de tan normalizadas– (lee más en: bit.ly/2utC5i8). Pero sus impactos no son menores, no hay nada de “micro” en estos machismos y sí una fatídica carga de misoginia y daños directos hacia la integridad y las condiciones de vida de las mujeres.

Desde el fin de semana anterior no han dejado de llover denuncias públicas en Twitter de mujeres hacia hombres que han perpetrado contra ellas todo tipo de agresiones físicas, psicológicas y sexuales, arropados en los gremios –siempre masculinos– de la literatura, la academia, la música, la política, etcétera, que dan cuenta de que estas agresiones generan tanto daño como la violencia estatal (tortura, represión, violación) y su propósito es el mismo: mantener y expandir el poder de esos hombres en esos ámbitos del entramado social. Pero sus efectos también son estructurales, en el sentido de que sostienen el poder y los privilegios de prácticamente todos quienes pertenecemos al género masculino. Es por eso que podemos afirmar que a todos los hombres nos toca asumir responsabilidades, también con la posibilidad de contribuir a sanar y cuidar la comunidad que nos incluye.

Comencemos a poner atención no solamente en quienes mayoritariamente somos los perpetradores de la violencia sexual sino de toda forma de violencia: estatal, económica, doméstica, etc. Quiénes pueden pregonar desde sus púlpitos que las mujeres no tienen derecho a decidir sobre sus cuerpos. Quiénes controlan a su antojo los flujos de capital, tanto a nivel global como a escala doméstica. Las redes de trata, la producción y el consumo de pornografía infantil. La guerra. En realidad, durante los últimos siglos de historia sólo hemos vivido el gobierno de los hombres y sus instituciones, y las consecuencias han sido desastrosas. La producción de capital y la expansión de poder siempre por encima del cuidado de la vida; en una espiral delirante que ahora mismo tiene a los cuerpos como principales activos en el mercado, además de la explotada fuerza de producción que ya suponían. De esto se trata de cabo a rabo la masculinidad: de conquistar, de extraer y de dominar.

Estudiantes mujeres de esta universidad nos hicieron saber mediante denuncias por escrito colgadas en los muros del campus, que la violencia de género ya no se tolera. Porque no es “micro” aprovecharse de la posición de poder que les confiere la cátedra universitaria, la edad y el género masculino, para acosar, intimidar y discriminar de forma impune a las alumnas. Comentarios recurrentes hacia la apariencia física de las alumnas, insinuaciones sexuales… los casos están en los muros y en las redes (bit.ly/2UdfVPO). Otras formas de violencia de género fueron denunciadas también en redes sociales cometidas por egresados con aspiraciones políticas, socavando la integridad de sus compañeras según convenga a sus objetivos (bit.ly/2U0zvzm).

Los hombres de esta comunidad universitaria nos encontramos ante la doble obligación de replantear nuestras relaciones con las mujeres con las que convivimos a diario. Por un lado, está la deuda histórica de violencias con las que seguimos detentando el poder y el trabajo de cuidados que no solamente no hemos realizado y no hemos remunerado, sino que hemos denostado. Pero, sobre todo, para desmontar cuanto antes la violencia estructural feminicida que cobra a diario la vida de nueve mujeres en este país, víctimas de las disputas de poder entre los hombres. Es momento de que usemos todos los espacios, tiempos y recursos que nos da el ámbito universitario –privilegio donde los haya– para pensar y actuar. ¿Qué podemos hacer? ¿Por dónde empezar?

Comencemos a reunirnos entre nosotros para hablar de lo que está pasando. ¿Qué están diciendo las compañeras? ¿Por qué atraviesan miedo, vergüenza, rabia? ¿Qué es lo que no estamos entendiendo de esos sentimientos y de los hechos que denuncian? ¿Qué relación guardamos con estos hechos? ¿Ejercemos esas violencias? ¿Las aplaudimos? ¿Las toleramos? La razón de ser de la universidad es la formación, por lo que toca que ponga a disposición todos los recursos posibles (espacios, docentes, cursos, bibliografía, etc.) para problematizar, identificar y erradicar esa pandemia que es la violencia de género.