En nuestro país roto, separado por innumerables fragmentos sociales que luchan entre sí, buscando sobrevivir o mantener sus privilegios, se configura una realidad insostenible que se agrava aún más en el contexto de pandemia particularmente para las personas que están marginadas. ¿Qué tiene que ver la espiritualidad con la reconstrucción social?
Al volver nuestra atención ante el actual contexto de la nación, ahora agravado por los efectos de la pandemia por la Covid-19, la frase “fragmentación del tejido social” cobra mayor relevancia para explicar la situación por la que transitamos los mexicanos. Nuestro país está roto y separado en innumerables fragmentos sociales que luchan entre sí, la mayoría buscando sobrevivir, otros para mantener sus privilegios. La inconsciencia hace que una gran parte de la población abone día a día a una realidad ya insostenible y ahora agravada por la pandemia.
En el contexto que ha impuesto el coronavirus, desde el ITESO, la comunidad universitaria continúa desarrollando diversos proyectos que buscan colaborar para la reestructuración del tejido social a través del voluntariado, en particular el del Centro Universitario Ignaciano (CUI) se configura como espacio de formación espiritual y de acompañamiento como comunidad de servicio.
Si bien el trabajo de los voluntarios tiene un cierto impacto en la vida de las personas en situación de vulnerabilidad con las que se relacionan, el principal objetivo del programa que se ofrece desde el CUI está enfocado en fortalecer el desarrollo psico-espiritual y social de los estudiantes que participan. Buscamos generar en ellos un cambio interno, una profunda toma de consciencia espiritual que los sacuda y les lleve a dejar de ser el centro de sí mismos, que los transforme en personas conscientes y comprensivas, contemplativas y comprometidas con el mundo en el que les tocó vivir, que se sumen a estas características para ser verdaderos agentes de cambio. Fundamentalmente buscamos formar personas felices, en el servicio y la solidaridad.
El embarcarse en este proceso de toma de consciencia y de transformación espiritual va a contracorriente de lo que suele suceder en nuestros entornos sociales, ya que ante la abrumante problemática que enfrentamos, es tentador huir de la responsabilidad histórica que tenemos con aquellas personas que viven al margen de la sociedad. Encerrados en nosotros mismos, volteamos la vista para no tener que ver al indigente, lo invisibilizamos porque nos incomoda. Al no verlo pretendemos lavarnos las manos para sentirnos inocentes del dolor y el sufrimiento de nuestros hermanos (Mateo 27:24) y con eso pretendemos continuar nuestra vida en paz, aunque en el fondo sepamos que esto no nos da la tranquilidad que anhelamos porque nos aísla.
Este deseo de no ver, de encerrarnos en nuestra burbuja, no solo no mejora la situación en la que vivimos, sino que profundiza nuestros problemas. En nuestro afán de huir de la realidad que se nos impone, tomamos decisiones que agravan nuestro aislamiento y profundizan el sufrimiento de nuestra sociedad. Históricamente la mayor parte del presupuesto gubernamental para la movilidad en nuestras ciudades favorece a los automovilistas, mientras que 70 por ciento de la población carece de este medio de transporte. Se construyen fraccionamientos cerrados que fragmentan el espacio público y, resguardados con seguridad privada, alejan a esas personas que nos incomodan y ante las cuales subimos el vidrio de nuestros coches en los cruceros. La mayor parte de la población no tiene acceso a una educación, y menos de calidad, ni a un servicio médico adecuado. Con ello perpetuamos un ciclo de pobreza y marginación que poco a poco va consumiendo a nuestro país.
Un aprendizaje importante que nos deja la pandemia es que como comunidad planetaria estamos todos conectados, pero al mismo tiempo muy lejanos unos de otros, y es importante entender que, así como el coronavirus afecta tanto a ricos y como a pobres, todo intento de aislarnos de nuestros problemas sociales terminará fracasando. La realidad desborda nuestros muros y el sufrimiento que nos negamos a ver nos acecha y atemoriza. Basta voltear nuestra mirada para ver cómo la inseguridad, resultado en gran medida de la desigualdad y la marginación históricas, permea y afecta a todas las clases sociales. Pero los efectos de esta insensatez no terminan ahí, también se manifiestan dentro de cada uno de nosotros, en nuestro ser más profundo, robándonos la posibilidad de desarrollarnos en plenitud de acuerdo a nuestra esencia espiritual.
Acompañamos a estudiantes, que en el proceso se convierten en una comunidad de jóvenes, que decidieron arriesgarse a romper esa burbuja de la que muchos temen salir, a encontrarse frente a frente con esos otros tan temidos, y ante ellos soltar sus defensas y abrir su corazón.
Nuestro ser espiritual nos impulsa a la unión con el otro, el sentido de pertenencia a la comunidad que nos rodea lo tenemos grabado en lo más profundo de nuestro ser; esto se vuelve evidente cuando desarrollamos nuestra inteligencia espiritual, ya que entonces nos hacemos conscientes de que solo estamos completos cuando logramos descentrarnos y religarnos con los demás. Francesc Torralba menciona que la inteligencia espiritual “genera una devoción que no es fácil convertir en conceptos, que no se puede expresar. Este sentimiento de inmensidad que algunos denominan religiosidad, es un puro sentir espiritual que está en la base de toda experiencia religiosa, pues en él se da una especie de religación, de secreta vinculación con todas las entidades del universo, con todo cuanto existe en él” (Torralba, 2010).
Es debido a nuestra naturaleza espiritual que la paz, tan anhelada por todos, solo llega cuando asumimos la realidad de nuestra comunidad por completo, porque los ojos del espíritu no se pueden cerrar ante el dolor ajeno. No importa que tan ricos y “exitosos” seamos, si no abrimos nuestros corazones ante nuestros semejantes nunca podremos vivir plenamente, ya que no solo seremos parte de una sociedad fragmentada, nosotros mismos viviremos fragmentados.
Es justo ante esta realidad, personal y social, que el voluntariado CUI, como proceso de desarrollo psico-espiritual, se vuelve relevante. Acompañamos a estudiantes, que en el proceso se convierten en una comunidad de jóvenes que decidieron arriesgarse a romper esa burbuja de la que muchos temen salir, para encontrarse frente a frente con esos otros tan temidos, y ante ellos soltar sus defensas y abrir su corazón. Y es aquí donde se da el milagro que los reconstruye, porque al abrirse, al arriesgarse a ser vulnerables frente al vulnerado y tomar de la mano a quienes muchos consideran una amenaza, su inteligencia espiritual despierta y se descubren plenos y más seguros que nunca. Ante ellos cae la cortina del miedo y el amor les muestra que la puerta que abrieron, no sin temor, los conducía de regreso a casa. Es entonces, desde esta reconciliación que surge del espíritu, que podemos comenzar a hablar verdaderamente de una restructuración del tejido social, que necesariamente ha de partir de la reconstrucción de nuestra propia interioridad.
Esta comunión profunda y espiritual, propiciada por la formación psico-espiritual y la experiencia de encuentro con rostros concretos en situaciones de marginación, ofrecida en el voluntariado CUI favorece que nuestros jóvenes devengan en seres humanos íntegros, reconectándolos con su naturaleza trascendente a través del encuentro con su comunidad y con la realidad que le rodea. Es ahí, con esa sensación de unidad, que se puede tener una vivencia profunda de la espiritualidad ignaciana, religando a estudiantes con el Espíritu y por lo tanto empujándolos hacia su propia madurez y plenitud para, como menciona el poeta libanés Gibran Jalil, “como fruto maduro, caer y ser objeto de consumo” (Gibran, 2014).