Para la compasión no hay hora, fecha o lugar, pero sí un mandato: ejercerla en cada oportunidad que se nos presente

La entrada de la noche abría el telón para el debut de las luciérnagas en el bosque asfaltado; con impulsos titilantes y sonidos por doquier comenzaban a danzar por las calles y avenidas esperando con ansias la quietud del silencio.  

Mientras tanto, allá a lo lejos, en la oscuridad de un rincón del bosque, dentro de una casucha de lámina y cartón, la hormiga citadina dejó su lecho de descanso; se colocó sus humildes zapatillas, su bufanda y sus guantes. Preparó su desvencijado y oxidado carrito, le colgó sus redes e inició disciplinadamente sus labores de recolección. 

Con ánimo inquebrantable y un suspiro profundo se decía así misma: – Hoy como cada día emprenderé mi viaje, y con la ayuda de Dios, tendré lo necesario para comer, para vivir… ¡aunque sea solo hoy! 

La neblina de la helada madrugada acompañaba el recorrido de la pequeña y débil hormiga. Esculcar la basura para quedarse con los recipientes de plástico y apilarlos en el carrito, para completar al menos 10 kilos, era el objetivo. Como cada ocasión, sería una tarea ardua y desgastante, pero habría que hacerla. 

El trayecto de rutina siempre estaba lleno de imprevistos, accidentes nocturnos, estruendosos ruidos y rechinar de llantas. Sin embargo, siempre atenta, la hormiga citadina encontraba al tatuado chapulín en bicicleta esperando el amanecer en una esquina para iniciar el lavado de autos; al grillo indigente, cansado y sin fuerzas, replegado en una esquina, cubierto con una cobija y ya sin poder emitir sonidos. Como cada ocasión, al pasar a su lado, la hormiga consciente y compasiva, sacó un bocado y se lo dio; entre ellos, un lenguaje indescriptible: un gesto esperanza y una mirada extraviada de agradecimiento.  

Allá a lo lejos, los indicios del sol y las campanadas del escarabajo recolector de basura marcaban la hora del despertar de la jungla asfaltada. La hormiga presurosa conducía su carrito para terminar el recorrido y concluir la rutina. Finalizar la recolección y vender lo poco o mucho recolectado. No había más, había terminado la noche. 

Hasta el día de hoy…, no sé su nombre; la contemplo con ternura por unos momentos al pasar frente a mí. Cada tercer día me levanto, despierto de mi abrumador y cálido sueño para salir a su encuentro. La admiro y me conmueve. No me pide nada a cambio, me da su bendición matinal y sigo mi camino. 

“Manifestemos pues hacia los pobres una gran compasión, con el fin de ser dignos de poseer para la eternidad los bienes futuros, por gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo”. 

San Juan Crisóstomo (c. 345-407)