El cierre de un ciclo vital es un momento idóneo para poner en práctica el discernimiento, abrazar un nuevo comienzo y trabajar por el otro de una forma nueva; para el autor, la pandemia le dio la oportunidad no solo de situarse en un escenario de confinamiento del qué aprender y practicar para la nueva situación de vida que se avecina, sino de reflexionar con mayor claridad a la pregunta ‘¿qué quiere Dios de mí?’
Caminar por esta edad en donde uno ya ha comenzado a cerrar ciclos se ha convertido en un ejercicio de discernimiento profundo y retador. Ahora es momento de vivir y experimentarme simplemente como ser humano, sin otros asuntos más importantes. Tal vez pudiera asemejarse, con las debidas condiciones y proporciones del caso, a la selección de una carrera profesional o al compromiso del matrimonio. Son momentos para la práctica del discernimiento, momentos de decisiones en donde la vida cambia, se modifica y se encamina hacia nuevos horizontes. La diferencia entre lo ya vivido con lo que hoy vivo es que ahora cuento con mayor preparación que me permite tomar una decisión mucho más consciente y, tal vez más clara y a la vez más incierta, porque cada vez es menor el tiempo que queda de vida (que, por cierto, uno nunca puede darlo por hecho).
Uno de los ciclos más largos de mi vida ha sido el trabajo. Estoy cerrando ciertas etapas de mi vida. Hago un alto, miro en retrospectiva, me observo y pregunto: ¿Ahora qué sigue? ¿Qué ha ocurrido en mi vida? Afortunadamente, el tiempo y la preparación me permiten hacer un alto en el camino y así buscar las respuestas a tales inquietudes, como San Ignacio inquiría: ¿a dónde voy y a qué? (EE, 206)
Más de 40 años de trabajo, puede ser un camino muy largo o un breve pestañeo que pasó casi como un sueño. Aunque he estado laborando como empleado, para ser franco, jamás me sentí como tal, puesto que la invitación que recibí fue: “…te invitamos a que te incorpores al ITESO y desarrolles esta parte de la ingeniería y hagas lo que quieras de la mejor manera posible”. Fue una invitación afortunada que hizo de mí todo lo que ahora soy.
Y quién iba a decir que, empujado por la pandemia, la vida, Dios y el universo, se me ha puesto en un escenario de confinamiento para aprender y practicar de qué manera será mi vida en el nuevo ciclo que se avecina. Así como el cañonazo que recibió el 20 de mayo de 1521 en la batalla de Pamplona fue un parteaguas para Ignacio de Loyola, esta pandemia es nuestra Pamplona. Y yo, sin practicar el silencio del que habla san Ignacio, me aferraba al trabajo y a la responsabilidad aprendida durante muchos años, sin advertir el momento que Dios permite y muestra. Solo a fuerza de aprendizajes a veces dolorosos es que el ser humano se desarrolla. Y así ha sido mi crecimiento en estos últimos meses. De pronto, aparece en el horizonte el fantasma de la muerte: la realidad más natural de la vida. (Mt. 24;44)
Y no, aún no está resuelto. Sin embargo, se comienza con el silencio diario en la recuperación, luego uno se pregunta ¿y ahora? ¿qué quiere Dios de mí? Así como a San Ignacio lo obligaron a hacer un alto y prepararse para las siguientes fases de su vida, creo que Dios nos ha puesto en casa para que, con el tiempo del mundo (sí se tiene esa fortuna) y sin el ruido y la velocidad externa, podamos reflexionar sobre nuestra siguiente etapa.
Así como el cañonazo que recibió el 20 de mayo de 1521 en la batalla de Pamplona fue un parteaguas para Ignacio de Loyola, esta pandemia es nuestra Pamplona. Y yo, sin practicar el silencio del que habla san Ignacio, me aferraba al trabajo y a la responsabilidad aprendida durante muchos años, sin advertir el momento que Dios permite y muestra.
La práctica del discernimiento, sin duda, ha caído como una bendición en mi vida. Permite que mi decisión tome un sentido trascendental y me anima a ya no pensar solo en mí sino en el otro, en mi compañera de vida, en mis hijos, en las personas más queridas y cercanas. También me ha hecho pensar en que ahora, más que nunca es momento de dedicar el resto de mi vida a trabajar por el otro de una forma nueva; tal vez, con el tiempo en mis manos, Dios me permitirá conocer de otra manera la vida misma, el deseo de ser y estar cada vez más conmigo mismo, como Jesús en el desierto (Mc. 1:12). Las decisiones más complicadas son las que involucran al otro junto conmigo.
Ya la vida me ha dado muchas bendiciones, es momento de repartirlas gustoso y con entusiasmo. Y no porque antes no lo haya hecho, sino porque ahora, con mayor consciencia del devenir del tiempo, puedo hacer lo que realmente corresponde que es cumplir con el deber, por supuesto siempre de frente a la misión que todos tenemos en la vida.
En esta misma etapa, corresponde desapegarse de todo lo que se ha acumulado o más bien, corresponde vivir la fe y simplemente desapegarse. Sin precisar al respecto de lo material y sí al respecto de la experiencia y del conocimiento acumulado, de seguro ha de ser útil para otros, no hay por qué guardársela y sí compartirla con amor y entusiasmo: “No el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas internamente” (EE, 2). En fin, no cabe duda de que el estar cerrando uno de los ciclos más importantes de mi vida, se convierte en uno de tantos comienzos.