Héctor ya egresó de Arquitectura y encontró en Chiapas la motivación para crear diversos proyectos; «Chepe» está a punto de terminar Ingeniería Civil y supo del ITESO cuando lo vio desde una troca. Ambos vivieron la experiencia de ser ese que viene de fuera.
En el verano de 2013, antes de su último semestre en Arquitectura en el ITESO, Héctor Covarrubias llegó a Bachajón, Chiapas, y empezó su inmersión en la cultura tzeltal.
Para su proyecto de captación de agua —una de las tareas de su Proyecto de Aplicación Profesional (PAP) “Inserción en comunidades de extrema pobreza”—, el tapatío de 25 años se quedó una semana en una de las cinco regiones tzeltales enclavadas en la sierra, entre indígenas que prácticamente no hablaban español.
Algunos días se despertaba desorientado, reconoce: “En todos los pueblos, de norte a sur, oyes el bajeo del trombón y eso te recuerda que estás en México”, cuenta, “pero de repente piensas: ‘Estoy en otro planeta, es otro mundo’, estando apenas a unas horas de la ciudad”.
José Alberto Hernández tiene la misma edad de Héctor, pero nació a más de mil 300 kilómetros de distancia. “Chepe”, como lo llaman sus más allegados, es originario de Acala, Chiapas –cerca de Tuxtla Gutiérrez– y pertenece a la cultura zoque. Su lengua deriva del zapoteco, y aunque habla español desde pequeño, lo terminó de aprender cuando se fue a Morelia a estudiar la preparatoria con los Misioneros del Espíritu Santo.
“Allá somos bilingües de nacimiento”, dice “Chepe”, quien de adolescente quería ser sacerdote, pero una hernia lo devolvió a Chiapas desde el noviciado que hacía en Colombia. En su estado natal comenzó a hacer lo que se esperaba de él: trabajar como albañil, al igual que muchos de los jóvenes de su comunidad.
Así lo hizo hasta 2010, año en que se vino a Guadalajara. Cuando participaba en la construcción del Estadio Omnilife de las Chivas, a “Chepe” le tocó pasar por Periférico Sur y vio de reojo al ITESO. Muy pronto dejaría la albañilería para estudiar en sus aulas.
Durante su formación con los misioneros había escuchado hablar de los jesuitas, así que decidió meter sus papeles para la carrera de Ingeniería Civil, y mientras tramitaba su beca, se puso a trabajar en la construcción del puente Baluarte, en la autopista Mazatlán-Durango, el cual ostenta el Récord Guinness como el puente atirantado más alto del mundo. Su vida estaba a punto de cambiar.
El lenguaje universal de dar y recibir
En la primera semana de su PAP, Héctor caminó horas y horas en brechas, territorios zapatistas y empinados caminos de la sierra. Pasó días escuchando a los dirigentes de la comunidad hablar en tzeltal. Observaba, guardaba silencio y se dedicaba a anotar y memorizar palabras útiles del idioma en su cuaderno.
“Fue un choque cultural fuertísimo”, recuerda Héctor. “Nos ayudó a todos a comprender en dónde estábamos parados, a comprender la realidad en la que estábamos inmersos para aportarle algo de nuestros conocimientos en lugar de ponernos en la posición de enseñar, sino abrirnos por completo a recibir y a dar”.
Volvamos con “Chepe”, ya como alumno de Ingeniería Civil del ITESO, quien recuerda, entre risas, que ni siquiera se tomó la molestia de realizar el examen de ubicación de inglés –no sabía ni una palabra– y tampoco tenía conocimientos en computación.
Para alcanzar el nivel necesario tomaba clases extracurriculares, aunque en verano tenía que interrumpirlas para irse a Sinaloa y seguir construyendo el puente Baluarte. Sus conocimientos empíricos aunados a sus clases en el ITESO lo fueron impulsando en tierras sinaloenses, hasta que dejó de ser obrero para formar parte del cuerpo de ingenieros.
“Cuando inauguraron el puente pusieron una placa [conmemorativa] que dice: Ingeniero José Alberto Hernández… ¡Y ni era ingeniero, apenas iba en quinto semestre!”, bromea “Chepe”, quien obtuvo una beca completa para formarse en esta universidad.
Gracias a su experiencia en el puente le llegó la oportunidad de irse a trabajar a las plataformas petroleras de Campeche, donde pasó 10 semanas haciendo estudios de oceanografía y adonde planea volver este verano.
“Al principio fue un cambio drástico, primero por la cultura que es muy diferente a la de allá de estar encerrado en la selva, y luego migrar a una ciudad fue un cambio”, admite “Chepe”, al referirse a sus primeros momentos en Guadalajara. Hasta con la comida le sufrió.
En algún punto se sintió intimidado por los alumnos, aunque en estos años ha hecho varios amigos en la universidad.
“Me han ayudado a entrar en un diálogo con esta sociedad y empezar a armar proyectos interdisciplinarios. Me da mucho orgullo estudiar en el ITESO, pero me da más orgullo aportar algo de lo que he aprendido en beneficio de la sociedad”, afirma “Chepe”.
El camino de la integración es de dos sentidos
Vamos de regreso a Chiapas. En 2013, Héctor transformó su iniciativa de captación de agua en un proyecto sustentable que contemplaba mucho más que simplemente acceder al vital líquido. La idea era que las familias tzeltales empezaran a cultivar ciertos productos, crearan un área de conservación natural, criaran animales y montaran un invernadero, un vivero y adquirieran conocimientos sobre piscicultura y letrinas secas, entre otros temas. Su propuesta obtuvo la aprobación de la comunidad y se construyó una casa modelo.
El año pasado también se dio el tiempo de supervisar la construcción de una radio comunitaria en la que, entre otras cosas, desarrolló el proyecto para brindarle una mejor acústica a la cabina de grabación, aprovechando la calidad de la madera de la región.
Héctor cuenta que cada miércoles se levantaba a las cinco de la mañana para cargar hasta la punta del cerro, junto con cerca de 50 hombres —todos sin sueldo— los materiales para construir la cabina donde estaba la antena de transmisión. Terminada la faena, compartían la comida; esos pequeños momentos lo hicieron sentirse integrado, sin olvidar el elemento clave del idioma.
“Tener la apertura para aprender el lenguaje y decir ‘hola’, ‘gracias’ y ‘por favor’ en su idioma, hace que te vean de un modo diferente… Se genera una especie de comunicación no verbal increíble”.
En ese mismo ámbito, el de la integración, “Chepe” asegura que la formación en el seminario lo ayudó a sobreponerse a los retos que le planteaban Guadalajara y sus habitantes, además de que le permitió reconciliarse con su historia y las comparaciones que hacía entre la cultura zoque y la jalisciense.
“Muchas cosas de aquí me benefician y las adquiero, y las otras cosas que no me ayudan para seguir creciendo o para mantener mi cultura, pues las dejo; voy buscando un equilibrio para no perder mis raíces. Vivo en la ciudad, pero no vivo como viven los de la ciudad”.
Una mirada global sin arrancar las raíces
A punto de graduarse, “Chepe” piensa seguir trabajando una buena temporada en la construcción, aunque ya está pensando en estudiar una Maestría en Geociencias Marinas en la Universidad de Haifa, para lo cual tiene en la mira las becas que otorga el Instituto Mexicano del Petróleo.
“Ese es uno de mis grandes propósitos, ir a Israel a estudiar y regresar a contribuir con la industria petrolera”, señala.
Héctor está convencido de que el rumbo que está tomando viene marcado por sus meses en Chiapas. “Más de lo que yo dejé allá, Dios me dio un regalo increíble: poder haber vivido esa experiencia… Va a estar ahí toda la vida dándome pauta, encaminándome”.
En Navidad, “Chepe” estará en su pueblo sacando peces del río Grijalva o echando la mano en la cosecha del maíz, el frijol, la ciruela, el café o el limón. La tierra donde nació es fértil, bañada por siete ríos de agua fría y transparente, rodeados por la selva chiapaneca. Estos paisajes son lo que más extraña de casa.
¿Y Héctor? En un futuro cercano tal vez se vaya a vivir a Colima, donde se visualiza dando clases de arquitectura en la universidad y dedicándose a cultivar un “cacho de tierra” en su hogar. “Todavía no lo sé, pero la semilla ya se sembró en mi cabeza”.
Fotos Luis Ponciano