Una breve convivencia con el pueblo amazigh, cuya autenticidad ha permanecido aún en medio de la adversidad, revela cómo el espíritu que anima al universo prevalece ante las dificultades

Hace algunos meses, mi esposa y yo viajamos a las montañas marroquís del Alto Atlas, al poblado de Imlil. Ahí, con el apoyo de un guía amazigh, cultura comúnmente conocida como bereber, nos adentramos caminando, por tres días, en aquella cordillera desértica.  

Mientras ascendíamos por la primera pendiente, nos sentíamos cada vez más sobrecogidos por lo imponente del paisaje montañoso: el terreno rocoso y desértico abría lugar a grupos de bellísimos tamariscos, esos árboles nudosos que se adaptaron a vivir en las condiciones más extremas. El cielo azul iluminaba un panorama, de escarpadas cumbres, totalmente diferente a cualquiera que hubiéramos visto antes. 

Conforme nos internábamos en estas tierras inhóspitas, el asombro se mezclaba con una profunda sensación de vulnerabilidad. Ese miedo a lo desconocido que no paraliza, sino que emociona y despierta la atención. El ascenso abrupto y la sensación de aventura hacían que nuestros corazones latieran con fuerza mientras caminábamos por la tierra de la cobra y del león del Atlas. 

Es interesante observar cómo en los lugares más duros se desarrollan las criaturas más fascinantes. La potencia de la vida, con su infinita creatividad, se fortalece con la dificultad, creando la belleza más sublime. Así, estas desoladas montañas del norte de África se convirtieron en el hogar de la cobra, la mítica y majestuosa serpiente que desarrolló uno de los venenos más potentes de la tierra para ser eficiente en la caza y garantizar su supervivencia; y del león del Atlas que, para moverse con agilidad por esta escarpada cordillera, tuvo que incrementar su masa muscular, convirtiéndose en el mayor felino del planeta hasta hace apenas un siglo cuando, por mano de los cazadores europeos, se extinguió.  

Estos animales han estado muy presentes en mis pensamientos desde que volvimos de este viaje, pero lo que más cautivó mi atención fue el pueblo amazigh. Nuestro primer día de caminata terminó hacia el atardecer, cuando llegamos a la pequeña aldea en la que pasaríamos la noche. De pronto, nos encontramos inmersos en una cultura completamente ajena a la nuestra, con códigos morales y legales que no terminábamos de entender, hablantes de un idioma en el que apenas sabíamos decir hola y gracias, con un alfabeto que nunca habíamos visto, y a un día de distancia caminando del siguiente poblado en donde podíamos recibir atención en caso de alguna emergencia. La sensación de vulnerabilidad seguía ahí, mezclada con ese entusiasmo que hace que los colores y las texturas cobren mayor intensidad. 

Enclavado en la montaña, el poblado estaba conformado por casas construidas con lodo y troncos aromáticos que despedían una fragancia dulcísima y, a sus pies, se extendía un oasis de cultivos que, sostenidos por terrazas, formaban un vergel de abundante vegetación contrastante con el entorno desértico. Las palmas datileras, las higueras, los manzanos y la infinidad de hiervas aromáticas que impregnaban el aire con su perfume generaban una atmósfera mágica y relajante. 

A pesar de las dificultades que presentó la falta de un lenguaje común cuando nos separamos de nuestro guía para explorar el lugar, los habitantes, con sus rostros duros y curtidos, sonreían a nuestro paso haciéndonos sentir acogidos. Sus ropajes a la usanza islámica eran coloridos y relucían de limpieza. Su mirada pacífica irradiaba autoridad. Sin necesidad de entablar conversación con ellos, era evidente que se sentían orgullosos de quienes eran, dueños de un señorío que les permitía mostrarse abiertos y tranquilos con el completo desconocido. 

Debo confesar que, en este ambiente singular me sentía cohibido. Y que, a diferencia de mi esposa, con más espíritu aventurero que yo, prefería no alejarme mucho de Idris, nuestro guía amazigh. Ahora puedo ver que este sentimiento no afloraba de una percepción de inseguridad ya que, a pesar de las circunstancias poco comunes, era evidente que estábamos en un entorno protegido. Estas comunidades montañesas, con su tranquilo estilo de vida, irradiaban una intensidad tal que despertaron dentro de mí un profundo sentimiento de respeto, casi reverencial, y a cada paso que daba temía, por torpeza, contaminar la atmósfera tan maravillosa que me permitían compartir con ellos. 

Creo que lo que percibí aquella tarde y que despertó en mi un sentimiento tan grande de admiración, fue la autenticidad de este pueblo que ha sabido prosperar en medio de la adversidad. Los amazigh, no solo han sabido adaptarse a una de las regiones más inhóspitas del planeta y convertirla en su hogar, también han podido defender su cultura durante milenios. Han sobrevivido la invasión de diversos imperios, como el egipcio, el romano, el cartaginés, el árabe y el francés; aferrándose con éxito a su libertad, y tomándola como nombre y símbolo cultural. Por algo, amazigh significa: hombre libre.  

En este entorno de ensueño, el drama de la vida de esta poderosa, pero amabilísima y hospitalaria comunidad me mostró, incluso con más fuerza que las cobras y los leones del Atlas, como el espíritu que anima al universo prevalece ante las dificultades. ¡Con qué fuerza se manifiesta la vida en la lucha de este pueblo que creo vergeles en el desierto y los ha defendido durante milenios! 

Inmerso en esta maravillosa atmosfera recordé que la vida a veces enseña a golpes, y que los peores dolores, si logramos encontrarles un sentido, se pueden convertir en las mayores bendiciones. A mis casi 40 años puedo decir que, de los momentos más difíciles de mi vida han surgido mis mayores fortalezas. Quizá por esto me fascinó tanto la cultura amazigh, un pueblo sin duda lleno de cicatrices, marcas de guerra que lejos de deformarlo le brindan una belleza y una fuerza majestuosas. 

A mi regreso a Guadalajara, trato de no olvidar lo aprendido en este viaje. Me gusta pensar que, desde el Centro Universitario Ignaciano, estoy trabajando al servicio del Espíritu que da vida y mueve al universo. Colaborando con la obra de Íñigo de Loyola, el soldado vanidoso que después de perderlo todo en la guerra, se encontró a orillas del Cardoner con el verdadero Absoluto, dedicándose a partir de ese momento a ayudar a otros a encontrar y ser congruentes con su verdadera fuerza vital, ese sentido y fundamento que late en lo más profundo de cada persona, y que transforma toda dificultad en belleza y crecimiento.