Derechos colectivos, creación de comunidades de apoyo y revisión de los contratos de creación y derechos de autor son algunas de las asignaturas pendientes en las industrias creativas de México, y se abordaron en la presentación del libro ¿Distopía o utopía?, de Julián Woodside
El «anzuelo» era la presentación de un libro, pero la discusión que tuvo lugar abordó la precarización de las actividades creativas, así como los retos que músicos y artistas audiovisuales o de otras disciplinas enfrentan en el panorama post-pandemia, una era en la que prima el consumo digital.
Julián Woodside, autor y profesor del Departamento de Estudios Socioculturales del ITESO (Deso), compartió su más reciente trabajo, ¿Distopía o utopía? Sobre la digitalización de las industrias creativas en la post-pandemia, el pasado 17 de octubre en Casa ITESO Clavigero, en una presentación que incluyó un live set electrónico con la artista Gia Blackwood, y la mesa de diálogo “Mutaciones comunicativas en el sector artístico-cultural: digitalización, exclusiones y usos contemporáneos de la creatividad”.
A este intercambio de ideas se sumaron agentes culturales como la música, productora y activista Elis Paprika; el director de la Feria Internacional de la Música Sergio Arbeláez; el compositor y multiinstrumentalista Kenji Kishi; y la profesora del Deso, creadora y crítica de arte Anaeli Ibarra Cáceres, todos ellos moderados por Adriana Pantoja de Alba, coordinadora de la Maestría en Comunicación de la Ciencia y la Cultura del ITESO.
El retorno a la normalidad tras la pandemia, según la problematización de la investigación de Woodside, trajo consigo el hecho de que muchas de las industrias creativas no están realmente digitalizadas, a pesar de que ya hay prácticas digitales, y que, por el contrario, existe un escenario de precariedad muy palpable.
“Empezamos a ver que hay en estas industrias mucha precarización; que las dinámicas de centralización siguen vigentes, [hay] distintas brechas como las de género o de acceso a la tecnología, y sobre todo, a nivel global, [debemos] entender que no creamos en igualdad de condiciones: las estéticas de distintas regiones del planeta no son valoradas de la misma manera bajo ciertas industrias”, apuntó el autor.
Burnout, redes y plataformas
El burnout creativo fue otro de los temas puestos a debate, a propósito de lo que enfrentan los artistas en una nueva industria que exige múltiples plataformas y necesidades de expresión, como las redes sociales y su constante demanda de contenido, según lo atestigua Elis Paprika.
“Es súper difícil hacer booking, management, componer, ir a grabar, ir de gira, ver cómo están las logísticas, y todavía hacer contenido digital. Es terrible porque ahora ya no sólo te tienes que preocupar por tu música como negocio, porque todo se va a la digitalización. La única manera en que TikTok te empiece a ayudar es que sigas las normas que ellos tienen”, dijo la también fundadora del colectivo Now Girls Rule.
No obstante, en el panorama musical, para Sergio Arbeláez puede ser reduccionista seguir hablando de redes sociales en abstracto, porque hay muchas especificidades y fragmentación, y eso cambia la forma de comunicar: “TikTok es completamente diferente a Facebook; incluso ni siquiera se entiende como una red social, ellos se definen como una plataforma de contenidos”.
Ibarra Cáceres explicó que, antes de la pandemia, las redes sociales se constituyeron como un espacio para una serie de sujetos y colectivos que no habían encontrado medios alternativos de producción y distribución; sin embargo, esto cambió muy rápido y pronto llegó una serie de prácticas que empezaron a colonizar y precarizar a los creadores.
“El cine nunca ha sido una práctica redituable para los cineastas, ni antes de las plataformas ni con las plataformas, pero la comunidad había encontrado maneras alternativas de financiar y socializar sus contenidos al margen de lo que llamamos la industria”, explicó.
Después de la pandemia, plataformas como Amazon o Netflix confirmaron que llegaron para quedarse como modelos de distribución y exhibición. Sin embargo, para Ibarra, lo que ofrecen a los creadores latinoamericanos son, la mayoría de las veces, condiciones rapaces.
“Netflix acaba de sacar una plataforma, Ventana Sur, para mujeres latinoamericanas guionistas de series, pero si uno lee la convocatoria es lo más atroz del mundo, es un grado de precarización altísimo. Lo que pagan a productores, realizadores y guionistas en América Latina no es lo que les pagan a otros; lo tremendo es que hay gente que necesita la chamba, y que va a terminar aplicando”.
Además, destacó que estos modelos de producción saben capitalizar los temas políticos del momento, como mujeres, LGBT, indígenas o comunidades afro; sin embargo, se trata solamente de una fachada: “Llegan el 8 de marzo y el 25 de noviembre y estas plataformas se llenan de películas de cine hecho por mujeres. Fuera de ahí, uno intenta buscar, y bueno, las películas siguen ahí, pero lo que hace el algoritmo es que te las pone detrás del catálogo”.
Creación de comunidades
Un caso emblemático en el manejo de comunidades de soporte en la industria musical fue el de Taylor Swift. La artista estadounidense optó por regrabar muchos de sus álbumes —los famosos Taylor’s Version— luego de que su disquera original, Big Machine Records, vendió los derechos de sus primeros discos y ella perdió la propiedad de su música y, con ello, las ganancias que ésta generaba. Tal estrategia no habría sido posible si la compositora y cantante no tuviera una comunidad de fans (los swifties) dispuestos a escuchar sólo sus nuevas versiones.
Salvando las distancias, este caso es, para Kenji Kishi, el más palpable de una acción en la defensa de los derechos de autor de los creadores: “Es una comunidad súper fuerte, que puede apoyarla para que ella se aviente a decir: ‘Voy a grabar todos mis álbumes otra vez’. Es un ejemplo desde el privilegio de ser Taylor Swift, que quizá no aplica para el 99.9 por ciento, pero lo veo en el sentido de cómo acercarte a la comunidad de personas que consumen tu música, de pensar que es importante crear este espacio”.
Este entorno comunitario se cimenta en el sentido profundo de lo que es la música, no como negocio, sino como creación de significaciones: “Hay una idea, en las personas más jóvenes, de triunfar en grande. Ven a estos artistas paradigmáticos que a los 16 años están en grandes festivales vendiendo todo, y dicen: ‘Yo quiero eso, yo quiero ser la siguiente Billie Eilish’, en lugar de apuntar a cuál es la razón por la que haces música o con quiénes te quieres conectar”.
Apelando al valor romántico en esta creación de comunidades, Arbeláez evidenció su preocupación por el hecho de que la música en sí misma ya no esté generando hechos culturales: “Salvando a Taylor Swift, el último hecho es que Shakira insultó al exesposo a través de canciones. Ahora caímos en la trampa de que, cuando hablamos de música, hablamos de industria de la música. Debemos volver a estas comunidades, a hablar de la música en sí misma”.
Más allá de eso, también hay diagnósticos contundentes que complican la creación de soluciones para los músicos fuera del mainstream, como panoramas legales y una alta tasa de informalidad: “México no entiende la música, ni desde el punto de vista fiscal ni desde una manera de promover que los músicos tengan una economía a través de sistemas de gestión colectiva. Las brechas son más anchas de lo que pensamos. Nosotros (en las convocatorias de FIM) hemos encontrado que la gran mayoría de músicos y técnicos están en unos niveles de precariedad que ni siquiera tienen cuenta de banco o RFC, o no tienen la menor idea del sistema de derechos de autor”.
FOTOS: Zyan André