El destierro de mi aula y del dominio en mis clases se lo debo a la Covid-19. La peor evaluación de mis estudiantes en 26 años de carrera como profesor universitario también se lo debo a este bicho. Aprender a desaprender, compartir mis frustraciones y limitaciones con mis colegas para reconfigurarme como un profe también ha sido resultado de esta pandemia. 

Por ahí de la primera semana de marzo las cosas transcurrían bastante bien, ya veíamos venir algo pues China y Europa cerraban las puertas, así que cuando me avisaron que nos iríamos a casa no me alarmé mucho, al fin y al cabo, soy profe, tengo mi compu, tengo internet. ¿Qpodía salirme mal? pensé. 

Los avisos nos advertían que esto iba más allá de cinco semanas en confinamiento, así que decidí mudarme de la mesa del comedor a una mesa plegable de plástico que usamos en eventos especiales. Este era un evento especial. ¿Mis estudiantes?, “Nou problem!, muchas lecturas, unos videos en YouTube que se relacionen con el tema y algunas sesiones “online” nos ayudarían y resolverían el asunto… eso pensé. 

El semestre se agotaba y no regresábamos. La laptop, las lecturas y mis áridas intervenciones “online” con mis estudiantes parecían ir más hacia atrás que hacia adelante. Llegó el final, evaluamos con videos, incorporamos foros y tratamos de cerrar de la manera más digna posible lo aprendido en clase. ¿El resultado? la peor evaluación por parte de mis estudiantes en mis 26 años como profesor del ITESO. Simplemente me hicieron pedazos Algo no salió bien… eso pensé. 

Después del duelo y las etapas subsiguientes, llegué a la conclusión de que había entrado a una alberca en el que las personas nadan de manera muy diferente a la que yo conocía.  

Roberto Osorno Hinojosa es profesor de la carrera de Ingeniería en Empresas de Servicio.

Yo me consideraba competente 

Durante casi tres décadas mi desempeño como profesor presencial se basó en el desarrollo de mi exposición, retórica y manejo de grupos en modo “feis to feis”, todo bajo control: exposiciones, dinámicas, exámenes, chistes y monólogos constituían un arsenal casi irresistible… esa era la alberca en la que yo nadaba, y lo hacía bastante bien. 

Me encontré súbitamente en un ambiente en el que existen unas personas llenas de recursos para mí desconocidos: que podían hablar con una cámara, un micrófono y que, apoyados con un poco de tecnología, y mucho ingenio, eran capaces de captar la atención de cientos o miles de personas en los medios digitales.  

 

 

Aprendí que una caja de cartón (las de leche son buenazas) forrada con papel aluminio puede albergar a un foco y proyectar una luz que los internautas agradecen (ojo, que si le pones papel encerado mitiga los reflejos y “dibuja una imagen más cálida”). Me di cuenta que el rebote y el eco del audio pueden ser muy molestos para la audiencia y que con un micro de 600 pesos se resuelve, que el reflejo de las luces en mis anteojos es poco menos que un insulto para el que te mira en su móvil y que si le hablas a alguien por más de cinco minutos en internet, lo perderás para siempre. 

Aprendí que me encontraba a años luz de muchas personas que practicaban la enseñanza mediada por tecnología, y más aún, me di cuenta que también me encontraba a años luz de lo que mis estudiantes ya dominaban desde hacía mucho tiempo: el aprendizaje apoyado con medios digitales. 

Llegó el verano, y con éste la certeza de que seguiríamos trabajando desde casa, estaba decretado que había que hacer algo en las siguientes semanas que me ayudara a reducir la galáctica distancia entre lo que mis estudiantes necesitaban y aquello que les podía ofrecer desde la mesa plegable de casa. ¿Encontraría ayuda en artículos académicos, recomendaciones científicas y teorías docentes? Sí y no. Por lo pronto, necesitaba con urgencia la respuesta a cientos de ¿cómo? Las respuestas a los ¿por qué? tendrían que esperar algunos días. 

¡Sálvame YouTube! ¡Sálvame internet!  

Entonces sucedió lo que no habría aceptado hace 10 meses ni bajo tortura: consulté los canales en YouTube de recomendaciones para hacer videos y cápsulas, para editar material y hacerlo atractivo, para hablarle a la audiencia en internet, para estructurar lecciones virtuales. Videos en los que recomendaban herramientas para colaborar en equipo, hacer votaciones, dibujar, opinar, crear, aprender… Diablos ¿por qué no lo había visto antes? Me encontré con un universo de aplicaciones, consejos, técnicas y sobre todo… miles de personas ávidas de compartirme, de manera gratuita, conocimiento necesario para poder nadar en las aguas que ellos ya dominaban plenamente.  Me volví un estudiante intensivo y mis instructores virtuales me enseñaban con variedad y generosidad. 

Surgió de repente una red de apoyo solidario entre pares: mis compañeras y compañeros profesores. Me di cuenta de que estaba entre un montón de colegas padeciendo lo mismo que yo, y que también buscaban valientemente la manera de aprender a nadar. Nos pusimos en contacto, compartimos y aprendimos a flotar. Unos ya dominaban las oscuras artes de las aulas virtuales, otros ya hasta usaban “pizarrones en la red. Entonces, el acompañamiento del que tanto me habían hablado cobró vida y la retórica de la virtualidad se convirtió en chats diarios de experimentos, éxitos, fallas, frustración, consuelo y personas, siempre personas, nadando en esta nueva circunstancia, en este mar de incertidumbre repleto de sorpresas y recursos. 

 

Y así hasta el día de hoy 

La situación que vivimos nos pone frente a la emergencia de que las clases, tal y como la conocemos y la desarrollamos concienzudamente quienes nos dedicamos a la formación, ha cambiado para siempre. Que la necesidad de transformación de las instituciones educativas es (era) inminente, y más, es urgente. Al respecto, me reconozco como un fuerte crítico de la enorme resistencia al cambio que como institución podemos mantener. Pero reconozco que la crisis de este año me ha demostrado lo equivocado que pude estar, pues he podido ver que nuestra universidad ha sido capaz de transformarse en unos meses. Adaptarse desde sus mismas entrañas, es decir, desde las aulas y quienes las habitamos. Que nos han dado espacio y sentido desde hace ya casi 70 años. Puedo ver con emoción que mis colegas docentes a quienes, desde mi punto de vista, no les hemos dado el suficiente crédito por su empeño-, han sido capaces de transformar sus cocinas en estudios de cine, sus habitaciones en salas de juntas y sus comedores en espacios de “virtual co-working solo porque ha sido necesario. Sin una resistencia mayor que la propia perplejidad provocada por la incertidumbre 

Debo de confesarles que nunca me encontré tan sorprendido como conmovido. Me doy cuenta de que la filosofía de Ignacio de Loyola que nos convoca a centrar nuestra atención en la persona es tan vigente ahora como hace casi 500 años. Apostarle a las personas y a su capacidad de transformarse desde adentro, es una fórmula que tarde o temprano brinda resultado. Las personas requieren de instituciones y de constituciones (aunque él mismo se resistiera a ellas) y las instituciones, como la nuestra, pueden moverse al ritmo de la vida, de su gente, de su comunidad. ITESO, como miles de instituciones educativas, nada hoy en aguas desconocidas y dominadas ampliamente por otros actores, pero día con día descubre sus saberes y capacidades, y da certezas para alentarnos. Estaremos listos para lo que viene. 

Termino diciendo que esta no es solo mi historia, sino la de muchos amigos que han pasado días y noches enteros, dedicados con arrojo, a transformar sus prácticas docentes desde la médula… solo porque ha sido necesario. 

A todas ellas y ellos, mi gratitud y mi respeto.