El 5 de abril, el Sistema Universitario Jesuita le otorgó el Doctorado Honoris Causa al Premio Nobel de Literatura J.M. Coetzee, cuya pluma ha sabido ser socialmente incisiva. 

J.M. Coetzee: el misterio inagotable

Lejos de la página en blanco, ese territorio siempre promisorio por las infinitas posibilidades que extiende para la imaginación de un novelista —así las exploraciones que éste emprenda lleguen a ser desventuradas o atroces—, la superficie sobre la que ha elegido escribir el sudafricano J. M. Coetzee es la de un espejo. La decisión supone tener delante, en todo momento, la imagen de sí mismo, y en esa imagen la mirada de los ojos de un hombre solo y en silencio, que ve las evoluciones de la prosa que se extiende sobre su rostro y, simultáneamente, los ojos del hombre que va trazándola, apenas interpuestos entre ambos los significados de las palabras con que buscan dar respuesta a las interrogaciones que se hacen recíprocamente.

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No es un empeño solipsista: fuera del espejo, en los libros a los que finalmente llegan y en los que las conocemos, esas palabras que este hombre dirige a sí mismo terminan, misteriosamente, por interpelarnos y concernirnos con un poder irresistible: la página del libro se vuelve entonces un espejo en el que descubrimos nuestro rostro asombroso, que a solas y en silencio nos hace las preguntas más insospechables. Y temibles.

El reflejo sobre el que ha escrito Coetzee —¿y qué es lo único que tenemos de nosotros mismos, finalmente, sino la evanescente colección de figuraciones de lo que hemos sido y nuestras precarias interpretaciones?— ha podido ser el de un niño nacido en Ciudad del Cabo en 1940 y criado en Worcester, a unos 120 kilómetros; un niño afrikáner de diez u once años, de habla inglesa, protestante y, desde muy pronto, orillado a precisar su identidad y su pertenencia a un mundo cuyas injusticias y malevolencias son la sola forma de realidad disponible (una tierra de belleza convulsa donde la historia se resolvía en el apartheid que habría de prolongarse todavía a lo largo de lo que quedaba del siglo).

Un niño que, enfrascado en escapar del amor de su madre y atestiguando cómo en la línea paterna de su procedencia culmina el desvarío colonial, sólo cuenta con su perplejidad para explicarse su situación (“La infancia, dice la Enciclopedia de los niños, es un tiempo de dicha inocente, que debe pasarse en los prados entre ranúnculos dorados y conejitos, o bien junto a una chimenea, absorto en la lectura de un cuento. Esta visión de la infancia le es completamente ajena. Nada de lo que experimenta en Worcester, ya sea en casa o en el colegio, lo lleva a pensar que la infancia sea otra cosa que un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta”).

También ha podido ser, ese reflejo, el de un joven que deambula entre la indefensión y la lejanía, una mañana lluviosa de Londres, en la rutina que va de sus sueños cada vez más ridículos —ser poeta, deslumbrar al mundo— al trabajo que aborrece como programador informático en la gran empresa donde bien puede desintegrarse súbitamente sin que nadie se dé cuenta —en las horas muertas aprovecha para crear un programa de análisis computacional de las obras de Samuel Beckett. O bien el reflejo del célebre escritor al que en 2003 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura, naturalizado australiano y ya muerto: un reflejo evocado por el rencor, el desprecio o la lástima con que amantes y colegas (en entrevistas recogidas por un investigador interesado en hacer su biografía) pueden dar fe de lo poco que consiguió representar en sus vidas (“¿Cómo podía ser ese escritor suyo un gran hombre”, le dice al entrevistador una mujer que Coetzee amó, “cuando no era humano?”).

E incluso el reflejo ha podido ser el de una anciana, la novelista Elizabeth Costello, autora de renombre gracias sobre todo a su obra temprana y quien se obstina, cada vez con menos fuerzas, en decir lo último que tiene que decir sobre la maldad, el arte y la vida, en alocuciones que es invitada a dar en círculos académicos y en las que su lamentable papel recuerda al del simio inteligente de un cuento de Kafka.

“Suministra los detalles y deja que los significados emerjan por sí mismos”, anotó Coetzee al escribir sobre Elizabeth Costello —es decir, sobre el reflejo de Elizabeth Costello que le devolvía el espejo que tenía delante—. Se sabe que actualmente vive en Adelaida, Australia; no da entrevistas y no acude a presentaciones en público. Al recibir el Nobel leyó un cuento en el que imaginó a Robinson Crusoe de regreso en Bristol, tratando de escribir la historia de Robinson Crusoe

La infancia de Jesús 

Cuando estaba por publicarse la novela más reciente de J. M. Coetzee, en 2013, el autor pidió a su editorial que la cubierta del libro fuera blanca, y que únicamente hasta el final de la lectura figurara el título. La editorial no accedió. Pero esa solicitud da una idea de lo que el novelista se proponía: que sus lectores, al cabo de recorrer esa historia urdida en torno a un hombre y un niño que arriban como inmigrantes a una realidad no menos ardua que aquella de la que salieron, obtuvieran un sentido inesperado y poderoso cifrado precisamente en el título: La infancia de Jesús.

Es difícil decidir si esta novela es una alegoría o bien mera elaboración imaginativa de lo que ese título establece. Por una parte, en las vicisitudes que enfrentan ese hombre y ese niño, da la impresión de haber reminiscencias del horizonte evangélico —aunque es también difícil empeñarse en buscar correspondencias concretas—; por otra, los hechos tienen, de alguna manera, consistencia que parece milagrosa o sobrenatural.

Simón es un hombre avejentado, solitario y triste en la batalla contra su propia resignación, que ha debido hacerse cargo del niño, David, cuya mano de pronto se vio sujetando en el barco que los llevaba a esa tierra extraña: tiene que buscar a su madre. Y el mundo al que se enfrentan, absurdo pero paulatinamente comprensible —como el mundo en general—, parece detenido mientras ambos cumplen la enigmática misión a la que están destinados.

Esta novela extiende y profundiza la exploración que Coetzee ha venido haciendo en toda su obra sobre las formas extremosas de lo humano en las condiciones más adversas. Es una obra que, como bien se entendió al distinguir a su autor con el Doctorado honoris causa otorgado por el Sistema Universitario Jesuita, puede ser leída como una indispensable crítica de la injusticia y el egoísmo y la barbarie a la que conducen —cosa que el novelista hubo de constatar de primera mano, al haber nacido en la Sudáfrica del apartheid. Pero también, y de ahí el valor que suma al que le da su altura poética, puede leerse como una vía de encontrar esperanza, lo cual cuenta como una forma de transformar este mundo y de ir cancelando sus posibilidades más funestas. Foto ARCHIVO

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