Silencio es la historia de unos misioneros que salen a buscar a otro y a llevar a Dios a un pueblo, cuando en realidad es Otro el que los busca y el que los quiere llevar. Es la historia del silencio donde Dios habla y redime.
Luis García Orso, SJ, Miembro de la Asociación Católica Mundial para la Comunicación (SIGNIS)

El escritor católico Shusaku Endo publicó la novela Silencio (Chinmoku) en 1966 y consiguió prestigiados premios y millones de lectores. El muy reconocido cineasta norteamericano Martin Scorsese recibió la novela de un obispo de Nueva York, en 1988, y quedó prendado de ella. Finalmente, después de larga espera, ha podido llevarla a la pantalla de cine en 2016. No ha sido sólo hacer una película, sino “una experiencia espiritual”, confiesa Scorsese.

La historia es sobre dos jóvenes sacerdotes jesuitas, Sebastián Rodrigues y Francisco Garupe, que logran que su superior los envíe a la misión del Japón, en 1640, desde Macao. Aunque no es tiempo de más misioneros —dada la cruel persecución del imperio japonés contra los católicos, que ha traído la muerte de miles—, además de su entusiasmo juvenil apostólico, otra poderosa razón mueve a los dos jesuitas: buscar al padre Cristóbal Ferreira, su antiguo profesor y formador, de quien se cuenta que, siendo misionero, había apostatado por no resistir los terribles tormentos.

Para todo espectador que la quiera acoger así, en verdad la película es una experiencia espiritual, densa, profunda. Ahí aparecen el llamado de Dios, la misión, el seguimiento de Jesús, la confesión de la fe cristiana, el amor hasta dar la vida por los demás. Suena bien, pero no basta nombrar estas realidades de la fe, sino hacerlas propias, hacerlas carne viva, aun carne adolorida.

La historia en la pantalla sigue este proceso espiritual en la persona del padre Rodrigues. Primero es el joven misionero intrépido, valiente, obstinado y arrogante, deseoso de llevar el Evangelio a un pueblo que sufre. Después, el joven misionero temeroso, fugitivo, hambriento, desconcertado. Luego, la crisis de fe, de seguimiento cristiano, de su misión, del silencio de Dios. ¿Por qué Dios calla ante tanto sufrimiento y muerte de inocentes y de pobres? ¿Por qué Dios no hace algo para detener tanta maldad? ¿Por qué Dios no escucha mis oraciones suplicantes y urgidas?

Este proceso del joven jesuita no puede comprenderse y asumirse sino en relación, en contrapunto, con el pueblo pobre y con el guía japonés que Rodrigues encuentra en su peregrinar. Por una parte, los campesinos pobres, católicos fieles, clandestinos, perseguidos y torturados, que oran desde su hambre, guardan con cariño imágenes cristianas prohibidas, creen en el paraíso, y son capaces de morir antes que renegar de su fe. Por otra, Kichijiro, el guía acompañante, el hombre sucio material y espiritualmente, el hombre débil, el traidor, el perro fiel que siempre regresa. Para ser verdaderamente humano, cristiano y sacerdote, Rodrigues tendrá que aprender de ambos; tendrá que renunciar a su orgullo, a su propia manera de comprender a Dios, a “su propio amor, querer e interés” (Ejercicios Espirituales, núm. 189); tendrá que dejar de ser el misionero para ser solo el discípulo; tendrá que rendirse ante el silencio de Dios.

En la vida hay seres humanos fuertes y débiles, valientes y temerosos. Uno creería que ante el martirio, los fuertes sufren más pero finalmente entregan su vida; y que los débiles simplemente se rinden y ya no aman más.

Pero, ¿no será que los débiles sufren más en su miedo y humildemente entregan el pobre amor que les queda, pero amor al fin? El padre Rodrigues será llevado a asumir no su fortaleza, sino su debilidad; a renunciar a sí mismo: a sus ilusiones, sus afanes, sus pensamientos, sus oraciones, incluso su modo de creer, y a abrazar su propia debilidad para recibir sólo la fuerza de Dios, la fuerza de la misericordia, y poder confesar su amor a Cristo. No como él hubiera querido, sino como Dios quiere.

Silencio es la historia de unos misioneros que salen a buscar a otro y a llevar a Dios a un pueblo, cuando en realidad es Otro el que los busca y el que los quiere llevar. Es la historia del silencio donde Dios habla y redime, más allá de todas nuestras palabras y ruidos, de nuestra maldad o bondad; del silencio donde Dios sufre con los que sufren y no tienen voz.

En los últimos segundos de la película, no es el silencio, sino el suave y discreto canto de los pájaros: Dios ha estado siempre ahí, identificado con el dolor del mundo, abrazando mi debilidad y mi amor. A aquel hombre, Jesús, “le seguía queriendo, de manera muy distinta que hasta ahora. Para llegar a ese amor, todo lo sucedido había sido necesario… Aun suponiendo que él hubiera callado, toda mi vida hasta hoy estaría hablando de él”.